IV Domingo de Adviento, Ciclo B

San Lucas 1, 26-38: María: "Casa de Dios"

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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II° libro de Samuel 7, 1-5. 8b-12. 14a.-16; Carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma 16, 25-27; Evangelio según san Lucas  1, 26-38 

MARÍA: “CASA” DE DIOS

En el 4° domingo de Adviento, superando la figura de Juan Bautista, se levanta la imagen luminosa de María para inspirarnos en nuestra preparación de la Navidad.

A Ella podemos aplicarle lo que hemos dicho de Juan Bautista en el  domingo precedente:

María, como Juan, y más que Juan, es un testigo de la Luz. María no es la Luz; pero refleja y hace brillar la Luz verdadera, para que por ella, por María, creamos. A Dios en esta vida no se le puede ver directamente, como no se puede fijar los ojos en el sol. Creemos en Dios con la ayuda de aquellos testigos que reflejan la Luz de Dios.

Como nos dice el Concilio Vaticano II refiriéndose a la B. V. María glorificada en los cielos: Ella “precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor”.[1]

Venimos siguiendo en este tiempo litúrgico, guiados por el signo de la corona de Adviento, como un itinerario creciente de la oscuridad a la luz, caminando hacia el encuentro con la Luz, Jesús, el Salvador, en la próxima Navidad. Pues bien, María, como Juan Bautista, más que Juan, es un testigo de esa Luz.

Así lo rezamos en uno de los himnos de la Liturgia de las Horas de este tiempo litúrgico[2]:

De luz nueva se viste la tierra,

porque el Sol que del cielo ha venido,

en la entraña feliz de la Virgen,

de su carne se ha revestido.

El amor hizo nuevas las cosas,

el Espíritu ha descendido

y la sombra del que todo puede

en la Virgen su luz ha encendido. 

La liturgia nos presenta hoy, en la primera lectura y en el evangelio, dos textos bíblicos que tienen íntima conexión.

En el 2° libro de Samuel leemos la profecía que le hizo Natán al rey David. David quería construir a Dios una casa, pero será Dios quien le edifique una casa a David. Jugando con dos significados del término casa, la casa-templo y la casa-linaje, Dios promete a través del profeta Natán que el reino davídico se consolidará y durará para siempre. Más allá de su sucesor, el rey Salomón, el anuncio se convierte en profecía mesiánica y se aplica a Jesús el Salvador[3], a quien se refiere el Ángel dirigiéndose a María en la Anunciación: “El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lc. 1, 32-33).

Podríamos decir que el rey David, aún con buena intención, pretendía encerrar a Dios en un templo fijo, inmóvil, y no había acabado de comprender que el Señor quería más bien peregrinar en la historia junto a su Pueblo, siempre cercano a él, presente en el santuario móvil o tienda de campaña donde se llevaba el Arca.

La profecía tendrá su cumplimiento en, Jesús, la Palabra hecha carne (Jn. 1, 14). Él, Jesús, el Salvador, es el Templo o casa de Dios, construida no por manos de los hombres sino por el mismo Dios, misterio de Su presencia y actuar, que guía como Señor de la historia el caminar de la humanidad hacia el encuentro con Él.

Unida íntimamente a Cristo como el Cuerpo a la Cabeza, la Iglesia es también llamada casa de Dios (1 Tim 3, 15), tienda de Dios entre los hombres (Apoc. 21, 3), templo santo.[4]

Y María es considerada como prototipo, modelo y ejemplar acabado de la misma Iglesia, imagen y principio de la Iglesia.[5]

Por tanto, bien podemos invocar a María como casa y tienda de Dios, templo santo de Dios. En Ella, en su seno, la Palabra se hizo carne. En Ella Dios cumplió la profecía hecha a David. En Ella, el mismo Dios se construyó su casa, presencia de Dios viviente y actuante. Porque en Ella, en María, Dios encontró la preparación, la recepción, la expectativa, la acogida digna.

Ella, María, encarna y ejemplariza a la Iglesia como casa y tiemplo de Dios.

Por esa razón, María se convierte para nosotros en N. Señora del Adviento, modelo de cómo debemos prepararnos para la visita del Señor en la Navidad. Ella es modelo de las virtudes y actitudes con las que el cristiano debe acoger la Palabra, el Verbo de Dios humanado. Y la primera virtud necesaria para acoger al Señor es la fe.

En la Anunciación, Ella cree al mensajero de Dios, Ella se fía de Dios. Confía, espera, obedece. La sola pregunta que hace no es más que un respetuoso pedido de aclaración que manifiesta su desconcierto: “¿Cómo sucederá eso si no convivo con ningún hombre” (Lc. 1, 34).  Era virgen, y con José estaba comprometida, no casada. Una vez oída la respuesta del ángel, Ella expresó la obediencia de su fe, la sumisión y total disponibilidad: “Yo soy la esclava del Señor: que se cumpla en mí tu palabra” (Lc. 1, 38).

Ella creyó. Creyó en ese Jesús, el Salvador, el Mesías (el “alégrate” del ángel era una llamada al júbilo mesiánico, eco de los profetas que habían anunciado los tiempos de la salvación,  las palabras del ángel se inspiran en varios pasajes mesiánicos del Antiguo Testamento[6]), que le había sido presentado también con los títulos de Hijo del Altísimo, Hijo de Dios, Hijo de David que heredaría el trono del rey David para siempre.

Ella creyó. Creyó que porque nada es imposible para Dios (Lc. 1, 37), concebiría y daría a luz ese hijo, no por un camino ordinario, sino por una acción extraordinaria de Dios: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc. 1, 35).

“El poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc. 1, 35).La expresión recuerda la nube luminosa, señal de la presencia y acción de Dios protegiendo y guiando al Pueblo a través del desierto (Éxodo 13, 22).[7]

En el relato de la Anunciación, el evangelista presenta a María, la mujer y virgen joven, como figura de Israel, figura del Pueblo de Dios invitado a celebrar con alegría la llegada de los tiempos mesiánicos, la comunidad fiel de los tiempos mesiánicos. Su humildad, su fe y su obediencia frente al plan de salvación la constituyen en modelo de todo el pueblo creyente.[8]  Modelo del pueblo creyente y modelo de cada creyente.

María precede a la Iglesia en la respuesta de la fe. María precede a la Iglesia en la fe: es la primera en creer, precede el testimonio de Juan Bautista y el testimonio apostólico, Ella es un testigo singular del Misterio de Cristo. La Iglesia recorre el itinerario en la que ella la precedió. En la Asunción, María traspasa el umbral de la fe.  Glorificada, sigue precediendo a la Iglesia, que marcha al encuentro del Señor en la consumación de los siglos.[9] 

Con la ayuda de María, acojamos en la fe a Jesús que está cerca y viene hacia nosotros. Que por las disposiciones para acogerle merezcamos la elección libre y amorosa de Dios que nos ayude a ser un poco más dignos y haga de nuestro corazón creyente su casa, su templo, su pesebre. Para que Él habite, esté presente y actúe en nuestro corazón, nuestra vida, nuestra historia. 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga,

Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús,

Capilla Policial San Sebastián,

Paraná,  Argentina

Domingo 21 de diciembre de 2008

 


[1] Concilio Vaticano II, Constitución Lumen Gentium, 68.

[2] Liturgia de las Horas I, Conferencia Episcopal Argentina, textos comunes para Adviento hasta el 16 de diciembre, oficio de lecturas.

[3] Cf. Notas a la Nueva Biblia de Jerusalén y a La Biblia de Nuestro Pueblo (Schökel).

[4] Concilio Vaticano II, Constitución Lumen Gentium, 6.

[5] Concilio Vaticano II, Constitución Lumen Gentium, 53.63.65.68

[6] Nota de la Biblia de Jerusalén.

[7] Nota de la Biblia de Jerusalén.

[8] Cf. Luis Rivas, Jesús habla a su pueblo, Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua, Ciclo B, Conferencia Episcopal Argentina, Buenos Aires, 2002, IV° domingo de Adviento.

[9] Juan Pablo II, Encíclica Madre del Redentor.