Solemnidad. Natividad del Señor

Misa de la Aurora

San Lucas 2, 15-20: La cercanía de Dios

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

Sitio Web

 

 

Isaías 62, 11-12; Carta de san Pablo a Tito  3, 4-7; Evangelio según san Lucas 2, 15-20

LA CERCANÍA DE DIOS 

Hace unos días, hablando del Adviento, decía el Papa Benedicto XVI: “La cercanía de Dios no es una cuestión de espacio y de tiempo, sino más bien una cuestión de amor: ¡el amor acerca![1]. En la Navidad se cumple plenamente esto: la cercanía de Dios por el amor.

La cercanía entre los hombres, bien lo sabemos, no es una cuestión de distancia física. Podemos ser vecinos, incluso vivir en la misma casa, pero estar alejados porque no hay amor entre nosotros. En cambio, aún alejados físicamente, cuando hay amor, el amor hace cercanos y próximos, vence todas las barreras y obstáculos para reconciliar.

Es el amor de Dios el que le mueve a enviar su Hijo y hacerse Hombre para nuestra salvación. Es por el amor que Dios se hace cercano a todos nosotros. El amor de Dios hizo posible el pesebre de Belén y también la cruz. Por amor a nosotros se hizo Hombre, por amor a nosotros se entregó, murió y resucitó.

Este día celebramos, conmemoramos y actualizamos, el inicio visible de una historia de amor que en realidad se remonta a la eternidad. Belén es el signo de la cercanía de Dios.

Entre los sentimientos humanos se destaca el de la ternura que normalmente suscita un niño pequeño.

“¿Qué hay en el Pesebre? Está Dios que viene al mundo y toma la forma más simpática, menos capaz de producir ninguna aversión, ningún rechazo. ¡Qué realidad más atractiva, qué realidad más simple, qué realidad más incapaz de producir a nadie que tenga algo de nobleza de sentimiento, la menor oposición, que un chiquito recién nacido! Dios toma esa forma para ver si por medio de la ternura, por medio de ponerse en nuestros propios brazos, toca nuestros corazones y nos acerca a Él!”[2].

Por ese camino, manifestándose en la pequeñez de un bebé, Dios no sólo se acerca Él a nosotros sino que pone en nuestro corazón el motor, la motivación, para que nosotros nos acerquemos a Él, no obligada sino libremente.

Como nos enseña también el Papa Benedicto XVI: “En la gruta de Belén, Dios se muestra a nosotros humilde infante para vencer nuestra soberbia. Quizás nos habríamos rendido más fácilmente frente al poder, frente a la sabiduría; pero Él no quiere nuestra rendición; apela más bien a nuestro corazón y a nuestra decisión libre de aceptar su amor. Se ha hecho pequeño para liberarnos de esa pretensión humana de grandeza que surge de la soberbia; se ha encarnado libremente para hacernos a nosotros verdaderamente libres, libres de amarlo”[3].

Y no sólo nos mueve Dios, en reciprocidad a su cercanía a nosotros por el amor, a acercarnos nosotros a Él por el amor, sino también a estar cerca de nuestros hermanos por el amor. O más bien, a estar cerca de Dios a través de nuestra cercanía a nuestros hermanos. Es éste y no otro es el camino, mediato, no directo, de nuestra correspondencia al amor de cercanía de Dios a la humanidad, porque el mismo Dios tendió el puente para la vuelta cuando Dios se hizo Hombre y vino a nosotros por esa vía. Por la Humanidad de Jesús baja el amor de Dios a los hombres; a través de la humanidad, la de Jesús y la de nuestros hermanos, debe subir a Dios la reciprocidad de nuestro amor.

 

El fragmento del evangelio según san Lucas que proclamamos en la misa de esta mañana (Lc. 2, 15-20), es la continuación del que fue proclamado en la misa de Nochebuena (Lc. 2, 1-14).

Leyendo ambos textos de corrido encontramos en ellos las coordenadas históricas y geográficas del nacimiento de Jesús. Éste es el acontecimiento central.

Enseguida podemos apreciar una cadena de mensajeros que van pasando un anuncio importante y gozoso, “una buena noticia para todos”, como dice el ángel a los pastores (Lc. 2, 10): “Hoy les ha nacido en la ciudad de David, el Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc. 2, 11).

El primer ángel, y la multitud de ángeles que se le sumaron (Lc. 2, 13), estaban ocupados en una liturgia celestial, alababan a Dios diciendo: “¡Gloria a Dios en lo alto y en la tierra paz a los hombres amados por él!” (Lc. 2, 13-14).

Una cadena de mensajeros, decíamos, porque los ángeles anunciaron a los pastores, y los pastores, que sabían que era el Señor el que les había hecho ese anuncio (Lc. 2, 15), sin demora, rápidamente (Lc. 2, 16) fueron a ver lo que había sucedido, y encontraron la señal que les había dado el ángel: María, José y el niño acostado en un pesebre (Lc. 2, 12.16).

Los pastores no se guardaron para sí lo que les había dicho el ángel sobre el niño, se pusieron a contarlo, a comunicarlo, se convirtieron ellos también en anunciadores y mensajeros, provocando en sus oyentes el asombro. Y, como un eco de los ángeles que después del anuncio alababan a Dios, los pastores tuvieron su propia liturgia y se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo los que habían visto y oído (Lc. 2, 17-20).

Hay una diferencia entre los mensajeros ángeles y los mensajeros pastores, y es ésta: los ángeles no anuncian los que han visto y oído, porque son espíritus, que ni ven ni oyen. Sin embargo, aquellos, los ángeles están más cerca de la fuente de la buena noticia, porque contemplan la faz del Señor en el cielo.

El anuncio de la buena noticia tiene su fuente en el Señor, pasa a través del resplandor y la voz de los ángeles y baja a los pastores, y por los pastores se sigue difundiendo entre los hombres.

Los pastores son mensajeros y testigos humanos, que ven y oyen. La cadena de testigos humanos se extiende hasta hoy.

Nunca jamás antes de este momento el misterio de Dios se había podido ver y oír.

La Encarnación de Dios en la historia es lo que hace posible su sensibilización. De este modo, al hacerse, en Jesús, Dios Hombre, el misterio de Dios se hace sensible, concreto, visible, audible, tangible, humano, cercano.

Y en la escena evangélica está también María, viendo y oyendo, contemplando, asombrándose, y guardando todo en su corazón (Lc. 2, 19). También Ella, María, forma parte de la cadena de mensajeros y testigos. En la Anunciación, el ángel le había trasmitido a Ella, anticipadamente, la Buena Noticia, porque Dios se había hecho indigente de su cooperación para concretar la venida de Jesús (Lc. 1, 26-38).

Ella también debía ver y oír, contemplar el nacimiento visible del Salvador, asombrarse y  convertirse en mensajera que comunicara lo que como ningún otro mensajero había guardado y apreciado como un tesoro en su corazón de creyente.

En esta cadena de mensajeros, y especialmente en María, vemos el itinerario de todo creyente. Primero recibe la Buena Noticia, la guarda en su corazón, y no se la queda sino que la comparte, la anuncia, la comunica, la difunde.

Si es verdad que para la contemplación del misterio, el mensaje nos entra por los sentidos para llegar al alma, ¡maravillosa pedagogía de Dios!, éste ha de ser también el camino del anuncio a los hombres. Todos ellos deben ver y oír para poder creer. Desde que no somos ángeles, ésta es la vía didáctica por la que el misterio se nos hace asequible a los hombres.

Navidad es un tiempo de recogimiento, de silencio, de contemplación, de oración piadosa, de noche iluminada por resplandor de estrellas porque estos son días para centrar la atención en este Gran Misterio del nacimiento del Salvador. La contemplación no es privilegio exclusivo de los místicos, es el camino ordinario de la fe creyente. Los momentos de la oración de contemplación del misterio divino están delineados en el texto: ver y oír, asombrarse, guardar, alabar y glorificar a Dios. En la contemplación, el misterio divino sigue la misma dinámica de Jesús: la Palabra se hace carne, donde la Palabra es Él mismo Hijo de Dios pero también lo que Él nos habla, y se hace visible y audible, a la medida humana.

Navidad es también un tiempo de antorchas que iluminan la noche, de ángeles que anuncian y de pastores que no pueden quedarse para sí con lo que han visto y oído y se convierten en luminosos mensajeros de la Buena Nueva.

En ese sentido, también hoy tiene actualidad la profecía de Isaías que proclamamos en la primera lectura de la misa de la noche: “El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz; sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz” (Is. 9,1). También hoy, quizás peor que en los tiempos del nacimiento de Jesús, la humanidad entera parece caminar en tinieblas y necesita que se le haga visible esa gran luz. Nosotros, si nos convertimos en mensajeros de la Buena Noticia podemos hacer que la Luz brille para el mundo. 

 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga

Parroquia Sagrado Corazón de Jesús y

Paraná, 25 de diciembre de 2008 



[1] Benedicto XVI, Meditación con ocasión del Ángelus, Ciudad del vaticano, 14 de diciembre de 2008.

[2] Siervo de Dios Padre Luis María Etcheverry Boneo (Argentina), Homilía del 27 de diciembre de 1970, ediciones Servidoras, buenos Aires, 2002, pág. 89.

[3] Benedicto XVI, 17 de diciembre de 2008, Catequesis Audiencia General, Ciudad del vaticano, 17 de diciembre de 2008.