IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Marcos 1, 21-28: Todos quedaron asombrados

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Deut. 18, 15-20; 1° carta de san Pablo a los cristianos de Corinto 7, 32-35; Evangelio según san Marcos 1, 21-28

TODOS QUEDARON ASOMBRADOS 

El relato del evangelio ubica a Jesús al inicio de su ministerio, un sábado, en la sinagoga de Cafarnaúm. Allí habrá leído un texto de la Sagrada Escritura, después de lo cual siguió su comentario. La enseñanza de Jesús impactó de tal manera a los oyentes que el evangelista escribe que “todos estaban asombrados porque les enseñaba como quien tiene autoridad”, y todavía agrega que su enseñanza no era como la de los escribas.

Este asombro que provocaron las palabras de Jesús en los asistentes a la sinagoga ese sábado se refuerza aún más cuando Jesús liberó del mal a un endemoniado. San Marcos escribe que “todos quedaron asombrados”.

Quisiera detenerme a destacar esta actitud, la del asombro o admiración por Jesús.

La razón o causa del asombro de esos hombres es la Persona de Jesús, sus palabras y sus acciones. Primero sus palabras. Luego ese gesto, que manifiesta su poder sobre el mal, de liberar a ese pobre “poseído de un espíritu impuro”.

El asombro o admiración no surge ante lo cotidiano sino ante lo inusual. O, en todo caso, se convierte en una actitud permanente del alma si aprendemos a descubrir ese rostro no cotidiano de todas las cosas. En este caso se trata de un asombro religioso; también hay otros tipos de asombros humanos, como el que despierta la belleza, que están sin embargo emparentados con el asombro religioso. Nuestra fe debe tener siempre esta dimensión, esta capacidad de asombrarse, admirar siempre novedosamente a la Persona de Jesús y la Buena Noticia.

Si nos fijamos en el evangelio, después del asombro surge en aquellos testigos una pregunta. El asombro es lo primero; pero el asombro no se cierra sobre sí mismo, suscita interrogantes. Y los interrogantes se abren a la respuesta. La respuesta es la Persona de Jesús, el Hijo de Dios, el Salvador.

Mientras leemos el evangelio, san Marcos nos va llevando de la mano, pedagógicamente, para ir descubriendo, admirando, interrogándonos, por la Persona de Jesús.

Esta gradualidad con que la respuesta sale al encuentro de nuestras preguntas es también propia de la fe. La fe siempre tiene esa tensión, esa progresividad, es como un camino de la oscuridad hacia la luz.

Si nos fijamos en el texto, hay otros actores que frente a Jesús se formulan  preguntas. Es el demonio que, a través de aquel hombre al que poseyéndole aprisiona, a gritos le interroga: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres, el Santo de Dios”. Ésta no son preguntas que surgen del asombro. El ángel caído sabe quién es Jesús Nazareno, le llama “el Santo de Dios”. Lo sabe pero no acepta lo que sabe. Nadie se asombra de lo que ya sabe sino de lo que todavía ignora.

Paradojalmente silenciarán los hombres lo que este demonio proclamaba. Si es verdad que el camino de nuestra fe es el del descubrimiento progresivo, la fe también está hecha de afirmaciones. Mientras caminamos hacia una mayor luz, nosotros también proclamamos que Jesús es el Santo, el Hijo de Dios.

Sin embargo, este demonio es incluido por Jesús en la estrategia del llamado “secreto mesiánico”. El Mesías no quería adhesiones demasiado rápidas que mal comprendieran su misión en un sentido meramente político. Por ello, el Señor mandó callar al demonio. “Calla y sal de este hombre”. Y este gesto de Jesús se convierte en un signo de su poder sobre el mal que confirma la fe inicial de los que estaban ese día en la sinagoga de Cafarnaúm. “¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros y estos le obedecen!”.

Jesús, el Salvador, había venido a destruir el mal en su raíz. Este exorcismo o curación, este milagro es un signo del poder de Jesús sobre el mal. El demonio dijo verdad, el Señor había llegado para acabar con ellos. La obediencia del ángel caído es sometimiento a su Creador. Pero esa lucha tendría su desenlace en la Pasión, Muerte y Resurrección.

Más allá de la interpretación que la exégesis pueda dar de este “espíritu impuro”, el mal existe. El peor de los males es el mal moral, el de las voluntades. Así el mal en el empecinamiento de los demonios. Así el mal en el querer del hombre libre, que siempre puede ser tentado por el diablo a apartarse de Dios. Contra la antigua concepción que convierte al mal en un ser en pugna al mismo nivel que Dios, debemos siempre recordar que el Creador es superior y tiene mayor poder que cualquier creatura, incluidos los demonios. Dios no creó el mal. Aunque es verdad que si subsiste el mal ya vencido es con el permiso de Dios. ¡Será por un bien mayor! El mal ya ha sido vencido. 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga

Argentina

Domingo 1° de febrero de 2009