VII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Marcos 2, 1-12: Hacer boquetes en los techos

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Isaías 43, 18-19. 21-22. 24b-25; 2° carta de san Pablo a los cristianos de Corinto 1, 18-22: Evangelio según san Marcos   2, 1-12

HACER BOQUETES EN LOS TECHOS

Después del primer capítulo del evangelio según san Marcos, que nos relata cómo Jesús, al inicio de su ministerio en Galilea, impactó por su predicación y por sanar a muchos enfermos y liberar a muchos endemoniados, en el segundo capítulo, que hoy comenzamos a leer, siguen los milagros del Señor pero también aparece ya como novedad y telón de fondo la controversia, la oposición, la hostilidad, la resistencia de aquellos que desde entonces pusieron bajo sospecha al Señor y confabularon contra Él hasta llevarle a la muerte en cruz.

Lo que en el pasaje evangélico de la liturgia de hoy escandalizó a los escribas fue que Jesús le dijo al paralítico que sus pecados le eran perdonados, y aquellos consideraron que blasfemaba porque, obrando así, se puso en el lugar de Dios, quien puede, y sólo Él, perdonar los pecados. El tema de fondo del evangelio de hoy, como así también de la primera lectura, del profeta Isaías, es el querer y el poder de Dios para perdonar los pecados de los hombres.

Dice Dios, a través del profeta y dirigiéndose a su Pueblo, a quien reprocha no haberle invocado y haberse cansado de Él a pesar de que era más bien Dios quien debía declararse cansado de los pecados e iniquidades con los que le abrumaron, dice Dios al Pueblo estas palabras consoladoras: “Soy yo, sólo yo, el que por cuenta mía borro tus crímenes y ya no me acordaré de tus pecados” (Isaías     43, 18-19. 21-22. 24b-25).

Así es Dios. Dios no espera que el hombre lo invoque y se lo pida. Él nos amó primero y tiene la iniciativa. “Por cuenta propia” perdona los pecados del hombre y lo hace tan profunda y definitivamente que ya ni se acuerda de las ofensas recibidas. Y después de cancelar el pecado del hombre, Él, su Creador,  recrea al hombre y su mundo como brote nuevo que está germinando, como “camino en el desierto”, como “ríos en la estepa” (Isaías). ¡Así ama Dios al hombre! Gratuitamente. El que a su imagen lo creó, después de haber perdonado sus pecados, a su imagen y semejanza lo recrea y restaura, lo hace nuevo.

En el evangelio de hoy vemos cómo Jesús nos revela un aspecto importante de su identidad y misión: justamente la voluntad y capacidad de Dios para perdonar los pecados. Él es el Hijo del Hombre que tiene poder para perdonar los pecados (Mc. 2, 10). Él se presentó así, como el Hijo del Hombre que tiene poder para perdonar los pecados. Para eso ha venido Jesús, para el perdón de los pecados de los hombres.

Escribe san Marcos que “después de unos días (Jesús) volvió a Cafarnaúm” (Mc. 2, 1).  De allí había partido hacia otros pueblos vecinos de Galilea, “para predicar también allí” (Mc. 1, 38). Volvió a Cafarnaúm, donde había realizado tantos milagros, en la sinagoga y en espacios profanos, públicos y privados, como el interior y al frente de la casa de Simón (Mc. 1, 29-34). Volvió a Cafarnaúm, allí donde su fama era tal que todos le buscaban (Mc. 1, 28.33.37). Por ello, no bien regresó a Cafarnaúm “se corrió la voz de que estaba en casa” (Mc. 2, 1). Volvió a la casa, que por el contexto deducimos que era la misma casa de Simón, casa testigo de tantas sanaciones que Él había obrado allí, punto de referencia y lugar de convocatoria donde los vecinos de esa aldea sabían que podían encontrarle.

Y otra vez se juntó tanta gente en el interior de la casa “que ya no quedaba espacio ni siquiera junto a la puerta”, en torno a Jesús, que “les anunciaba la palabra” (Mc. 2, 2).

Jesús es presentado por san Marcos como el que anunciaba la Palabra (Mc. 2, 2). Él, Jesús, que había dicho a sus discípulos “vayamos a los pueblos vecinos para predicar también allí pues para eso he venido” (Mc. 1, 38), anunciaba la Palabra. O sea, “proclamaba la Buena Noticia de Dios diciendo: Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Arrepiéntanse y crean en la Buena Noticia” (Mc. 1. 14-15).

La casa estaba ocupada y como sitiada, y el acceso a ella estaba bloqueado por una multitud. Quizás temían que Jesús desapareciera porque se fugase otra vez fuera de la ciudad para orar (Mc. 1, 35) o para predicar en aldeas vecinas de Galilea (Mc. 1, 38). No querían dejarle escapar y le asediaban. Todos habrán estado atentos a la palabra de Jesús. Seguramente repetirían lo que, asombrados, habían dicho en la sinagoga aquel sábado pasado: “su enseñanza es nueva, habla con autoridad” (Mc. 1, 27).

Y entonces llegó esta comitiva singular: el paralítico llevado a cuestas por los cuatro camilleros. Querían acercarse pero no lo lograban a causa de la gente. (Mc. 2, 3-4).

Querían acercarse…En realidad no tenían por qué temer. Fue Jesús el que se acercó primero. Él es el Reino de Dios que está cerca, como lo había anunciado Él mismo (Mc. 1, 15). Él se acercó a la suegra de Simón enferma, la tomó de la mano y la levantó (Mc. 1, 31). ¡Que no tema el paralítico y sus solidarios amigos: también el leproso se le había acercado a Jesús, y Él, en vez de alejarse porque se trataba de un enfermo de lepra, se acercó, lo tocó y lo sanó (Mc. 1, 40-42). ¡Acérquense! Jesús es la cercanía de Dios entre los hombres.

Tanto querían acercarse al Señor que saltearon el obstáculo, la barrera que les bloqueaba la entrada, la multitud allí congregada. Y se las ingeniaron para subir al techo de la casa, abrir un agujero y por él descolgar al paralítico en su camilla (Mc. 2,4). Un ladrón abre un boquete en el techo para robar, ellos, casi como ladrones, para acercarse a Jesús y “robarle” un milagro.

San Marcos escribe que viendo Jesús su fe, la del paralítico y los camilleros, dijo al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados” (Mc. 2, 5). Jesús leyó en el interior y vio la fe de estos hombres, vio el interior del paralítico, seguramente su arrepentimiento, su buena disposición, y le perdonó los pecados. Aquel que había dicho “está cerca el Reino de Dios, ¡arrepiéntanse y crean la Buena Noticia!” (Mc. 1, 15) halló uno que le había escuchado. Jesús no lo retó por haberse “colado”, ni por haber interrumpido su alocución. Lo sorprendió diciéndole: tus pecados te son perdonados. Quizás pudieron responderle los camilleros “No venimos para eso: cúralo”. Sin embargo, el Señor sabía lo que el paralítico necesitaba y en el fondo buscaba, porque así como leería los pensamientos maledicentes de los escribas, antes leyó los buenos pensamientos y la buena disposición de este enfermo. “A buen entendedor pocas palabras”: hijo, tus pecados te son perdonados.

Le llamó hijo porque un pecador perdonado es siempre como el hijo pródigo de la parábola, recuperado por el Padre Dios (Lc. 15, 11-31).

Ni el paralítico ni los que le auxiliaron a entrar en la casa pidieron nada. Nos parece oír la voz de Dios que, según leímos en Isaías, obviando la súplica del hombre, le dice: “Soy yo, sólo yo, el que por cuenta mía borro tus crímenes y ya no me acordaré de tus pecados”. El paralítico no pidió nada y se le concedió incluso más que lo que los que lo llevaron ante Jesús se habían propuesto lograr del Señor: salió de la casa caminando y además sus pecados le fueron perdonados.

Salió por la puerta de la casa, caminando, aquel que había ingresado en la casa por el boquete del techo, colgado de la camilla. Y al salir así por la puerta se ponía de manifiesto la dignidad recuperada del que había sido sanado y perdonado y al que se le había abierto la Puerta de la salvación.

Jesús le había curado de la peor enfermedad del alma, que es el alejamiento de Dios por el pecado, y como signo visible de esa curación interior, hizo caminar al que era paralítico.

“El pecado es una especie de parálisis del espíritu de la que sólo nos puede liberar la potencia del amor misericordioso de Dios, permitiéndonos volver a levantarnos y reemprender el camino por el camino del bien”[1], nos dice hoy el Papa Benedicto XVI.

Los escribas murmuraron en su interior contra Jesús. “¡Es un blasfemo! Sólo Dios perdona los pecados” (Mc. 2, 7). Blasfemaron, pero sin saberlo dijeron verdad. ¡Sólo Dios tiene facultad para perdonar los pecados! Con esa lógica debieron terminar creyendo también ellos en Jesús.

Jesús leyó los pensamientos de los letrados. Jesús se nos manifiesta en este texto como aquel que puede leer los pensamientos íntimos de los hombres (Mc. 2, 8), lo que también atribuimos sólo a Dios (hay numerosos textos del Antiguo Testamento que lo atestiguan: 1 Reyes 8, 39: “sólo tú conoces el corazón humano”).

Y les respondió Jesús a los escribas probando con una obra visible, la curación del paralítico, que el Hijo del Hombre podía realizar otra obra invisible, perdonar los pecados (Mc. 2, 8-10).

Dijo Jesús “Hijo del Hombre”. No era éste un habitual título mesiánico. Sin embargo, la expresión asume en boca de Jesús un sentido mesiánico y escatológico. En el “Hijo del Hombre” se entrelazan la referencia a su condición a la vez divina y humana, su Gloria y su Pasión.[2]

Porque es verdadero Dios, Jesús tiene poder de perdonar los pecados (¡sólo Dios perdona los pecados!, tenían razón los escribas); porque es a la vez verdadero Hombre, es el Siervo Sufriente que asumirá en Él los pecados de los hombres, y así, como Redentor, obtendrá del Padre, de una vez para siempre, el perdón de todos los pecados de los hombres.

Dijo Jesús: “El Hijo del Hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados”.  En la tierra, porque no hace falta esperar recién al juicio final para el ejercicio de ese acto de perdonar los pecados por parte del Mesías. Jesús afirma que ya, ahora, en la tierra tiene esa facultad de perdonar los pecados y puede ejercerla. Para eso había venido. El Reino de Dios está cerca.

“Dijo al paralítico: Yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mc. 2, 10-11). Aquel que anunciaba la Palabra (Mc. 2, 2), por esa misma Palabra suya devolvía la salud a un enfermo.

Porque Jesús era el mismo Dios que por su Palabra había creado al hombre a su imagen (Gén. 1, 26-27), tenía autoridad y poder, por su Palabra, para recrear al enfermo devolviéndole la salud de su proyecto original, recrear al hombre perdonándole sus pecados y dándole la salvación, de su proyecto original también. Ni la enfermedad ni el pecado ni ningún mal, en efecto, pertenecen al plan original del Creador sobre el hombre ni tienen su fuente en Dios.

Precisamente la curación del paralítico es una prueba de la eficacia de la Palabra de Jesús. Si le dijo que estaba sano, y todos pudieron verle volverse a casa caminando, así también, si le había dicho que sus pecados estaban perdonados, aunque ese perdón interior no se había hecho visible a ellos, podían creer que su Palabra había sido igualmente eficaz. Pero la Palabra de Jesús es eficaz porque es Palabra de Dios.

Esa parece ser la razón de que en este pasaje casi las únicas palabras que oímos son las de Jesús. No habló el paralítico ni los que lo llevaban en camilla. No hablaron siquiera los que en sus pensamientos criticaban al Señor. La atmósfera de silencio expectante parece estar en función de Aquél que les anunciaba la Palabra. Ante la Palabra de Jesús, se impone escucharle. De palabras dichas por otros sólo se registra al final que todos estaban asombrados y glorificaban a Dios diciendo “Nunca vimos cosa semejante” (Mc. 2, 12). Porque después de escuchar la Palabra y ver con sus ojos la eficacia de la Palabra, surgió naturalmente la admiración y la alabanza.

 

¿Escuchamos la Palabra de Jesús? ¿Lo buscamos para escucharlo, como los que estaban ese día en la casa de Cafarnaúm? ¿Tenemos fe en Jesús? ¿Somos capaces de abrir boquetes en los techos y sortear obstáculos y abrir puertas para acercarnos a Él e ir a su encuentro? ¿Creemos que puede curarnos? ¿Creemos que puede perdonar nuestros pecados? ¿Creemos que puede Dios hacer estepas fértiles en los desiertos (Isaías) y sorprendernos con su iniciativa a pesar de los pronósticos humanos desalentadores? ¿Necesitamos que nos cure nuestras parálisis? Ante las maravillas que cada día e incesantemente Él obra en nosotros, ¿nos maravillamos y glorificamos a Dios?

Con respecto a nuestros hermanos que buscan acercarse a Jesús, ¿somos como la multitud que le bloqueaba la entrada en la casa al paralítico, o como los escribas que estaban sentados malediciendo sin mover un dedo para ayudar, o somos como los camilleros que ayudaron al paralítico a llegar hasta el Señor?

Considérate hoy el paralítico que no puede acercarse a Jesús por sí solo y ha menester del auxilio de los hermanos. Eres paralítico si no caminas siguiendo a Jesús, si no avanzas en el camino de la fe, si yaces postrado en la tristeza, el desánimo o la indolencia. Puedes, al instante, volver a caminar, si te dispones a sortear cualquier obstáculo y pruebas llegarte cerca de Él, para que Él mida lo que hay de bueno en tu interior y por ello te quite el pecado que te mancha y paraliza. ¡Camina! ¡Camina! ¡Vuelve a tus tareas, al trabajo, al servicio! ¡Llévate la camilla, trofeo de lo que fuiste y ya no eres! Quizás te sea útil para ayudar a otro “paralítico” a que se acerque a Jesús. No te demores, no pierdas tiempo, imita al paralítico, que se levantó de inmediato. 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga

Iglesia Parroquial del Sagrado Corazón de Jesús

y Capilla Policial San Sebastián,

Paraná, Argentina

Domingo 22 de febrero de 2009



[1] Benedicto XVI, meditación durante el rezo del ángelus, Plaza San Pedro, Domingo 22 de febrero de 2009.

[2] Cf. Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Primera Parte, Planeta, Buenos Aires, 2007, págs.. 373-388.