II Domingo de Cuaresma, Ciclo B

San Marcos 9, 2-10: Escuchen al hijo querido

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Génesis  22, 1-2. 9-13. 15-18; Carta de san Pablo a los cristianos de Roma  8, 31b-34; Evangelio según san Marcos    9, 2-10 

ESCUCHEN AL HIJO QUERIDO

En el segundo domingo de la Cuaresma siempre leemos, en los tres ciclos litúrgicos, uno de los relatos evangélicos de la Transfiguración del Señor Jesús. Este año se proclama la versión del evangelista san Marcos.

La Cuaresma es un itinerario litúrgico hacia la Pascua.

El episodio de la Transfiguración se ubica cronológicamente seis días después del primer anuncio que hace Jesús de su Pasión, Muerte y Resurrección (Mc. 8, 31-9, 2), y antes del viaje final que emprende hacia Jerusalén (Mc, 11, 1 y ss.), hacia su Pascua.

Éste es también el camino de la vida de todo discípulo de Jesús. Como en el misterio de Jesús son inseparables su cruz y su gloria, así también en sus discípulos.

El camino del discípulo es un camino de fe en el cual se le va manifestando gradualmente el misterio de Jesús. Es una marcha (como la de la Cuaresma hacia la Pascua), que el discípulo debe seguir, obedeciendo a Dios con plena confianza filial. Éste el sentido de la inclusión como primera lectura de este domingo, del relato del Génesis sobre la obediencia de Abraham a Dios, dispuesto él a hacer lo incomprensible, a sacrificar hasta a su propio hijo único Isaac (22, 1-2. 9-13. 15-18).

En la obediencia al Padre seguimos a Jesús. Por ello, en el centro del texto de la Transfiguración está la voz del Padre que reconoce a Jesús como su Hijo muy amado y manda escucharle (Mc. 9, 7), o sea, seguir su camino de obediencia filial a Dios.

La Transfiguración en lo alto de la montaña (el Tabor, según la tradición) fue una anticipación, provisoria y breve, de la gloria de la Resurrección del Señor. Por eso, Jesús, mientras bajaban del monte, les encomendó a sus apóstoles que no hablaran a nadie de esa visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos (Mc. 9,9).

La primera finalidad de esta manifestación del Padre que llama a Jesús su Hijo amado, es la de fortalecer al mismo Jesús ante la Pasión y Muerte como paso previo antes de la gloria de la Resurrección. El evangelista san Lucas (Lc. 9, 31), en el texto paralelo a Marcos y Mateo, escribe que, con Moisés y Elías, Jesús hablaba de su partida, su éxodo, que se iba a consumar en Jerusalén, o sea de su muerte (sólo Lucas  señala de qué hablaban). La Transfiguración es la respuesta robustecedora que el Padre dirige a Jesús.

En el huerto de los olivos, cuando comience el drama de su Pasión, el mismo Jesús experimentará la oscuridad, el miedo, la tristeza, una tristeza de muerte y hasta pedirá al Padre que de ser posible aparte de Él ese cáliz; estarán también allí Pedro, Santiago y Juan, que no le acompañarían mucho porque se dormirían. Jesús recordará las palabras de su Padre: mi Hijo amado, y en ellas encontrará la fuerza  para orar diciendo “que se haga Tu voluntad”  (Mc. 14, 33-41).

El mismo Jesús fue sometido a prueba como Abraham (Génesis    22, 1-2. 9-13. 15-18). Desde aquel primer encuentro con Satanás en el desierto (Mc. 1, 12-13), el Señor conoció la tentación, la prueba, y la pasó, venciendo a Satanás y al mal, para siempre, en su Pascua, mediante la obediencia filial al Padre: “que se haga Tu voluntad”.

Pero, en segundo lugar, y sobre todo, el sentido de esta manifestación del Padre, ante la Pasión y Muerte del Señor, es el de fortalecer a sus discípulos, con la seguridad de la Resurrección de Jesús pregustada y anticipada. Ya dijimos que los tres discípulos elegidos como testigos de la Transfiguración: Pedro, Santiago y Juan, serán los mismos testigos de la agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos (Mc. 14, 33).

Los dos montes, el de la Transfiguración y el de los Olivos, contrastando, aparecen inseparablemente relacionados para Pedro, Santiago y Juan.[1]

El mensaje de Jesús para sus tres discípulos parece ser éste: Si en los momentos de oscuridad sientes la tentación de dudar de la divinidad del Señor, vuelve a la escena de la Transfiguración, retorna a lo que has contemplado, gozado y guardado, como un anticipo cierto de lo que será el desenlace final.   

Moisés y Elías fueron en diversas circunstancias interlocutores de Dios. Eso explica su presencia junto a Jesús en la Transfiguración.

Moisés y Elías recibieron también en un monte la revelación de Dios. “Ahora están en coloquio con Aquel que es la revelación en Persona”. [2]

Jesús Transfigurado, en la montaña, se nos presenta cual un nuevo Moisés y nuevo Legislador en el nuevo Sinaí, un nuevo Moisés que se encuentra con Dios en medio de la nube (Ex. 24. 15-18), con el rostro luminoso (Ex. 34, 29-35), un nuevo Moisés que supera la antigua Ley y los antiguos Profetas. Por ello, la voz del Padre ordena escucharle. Por eso, después de la visión, desaparecen Moisés y Elías, y el evangelista nos dice que sus discípulos no vieron más que a Jesús solo (Mc. 9, 8).[3]

Moisés recibió la Ley de Dios; Jesús, en cambio, es la Ley misma, la Ley viviente, toda “la Palabra” de Dios. Por eso los discípulos deben escucharle.[4]

“Escúchenlo”, dice la voz del Padre. A mi Hijo muy amado. No a Moisés o Elías.

Con todo, aún señalando las semejanzas entre Moisés en el Sinaí y Jesús en el Monte de la Transfiguración, podemos advertir al menos una diferencia. Después de haber hablado con Dios, la luz de Dios resplandece en el rostro de Moisés pero es una luz que le llega “desde fuera”, mientras que Jesús resplandece desde el interior y no sólo recibe la luz de Dios sino que Él mismo es la Luz.[5]

Refiriéndose a la voz del Padre en la Transfiguración, escribe santo Tomás de Aquino, que Él, Jesús, es precisamente el Verbo, la locución eterna del Padre, y compara estas palabras del Padre con el acto eterno por el cual el Padre Dios engendra a Su Hijo.

Aquel mandato del Padre: “Escúchenlo” se refiere a lo que había venido Jesús (Mc. 1,38), a proclamar la Buena Noticia de Dios: el tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca, arrepiéntanse y crean en la Buena Nueva (Mc. 1, 15). “Escúchenlo”. 

Para la interpretación de la Transfiguración, además del trasfondo del Éxodo y la subida de Moisés al monte Sinaí, confluye también una lectura en relación a la fiesta judía de las Tiendas. La Transfiguración de Jesús habría ocurrido el último día de esa fiesta, que duraba una semana. Esta fiesta recuerda el camino de Israel por el desierto, donde, bajo la protección de Dios, vivían en tiendas (en carpas). La tienda (o carpa) tiene un significado escatológico y alude a la morada eterna de los justos en la vida futura. Cuando llegaran los tiempos mesiánicos, los justos morarían en tiendas. Los tiempos mesiánicos han llegado; Jesús es el Mesías y Él cumple en sí lo que la fiesta de las Tiendas prefiguraba. Por eso escribe el evangelista san Juan que “el Verbo se hizo carne, y plantó su tienda entre nosotros” (Jn. 1, 14). El Señor, al encarnarse, “ha puesto la tienda de su humanidad entre nosotros, inaugurando así los tiempos mesiánicos. La “tienda plantada” por Jesús es la Encarnación del Verbo de Dios, la naturaleza humana del Hijo de Dios. La verdadera y definitiva fiesta de las tiendas ha llegado. Jesús es el Hijo de Dios, así lo proclama el Padre. Y la nube es signo de la presencia de Dios (la nube sobre la tienda del encuentro indicaba la presencia de Dios según el Éxodo). Pedro quiso darle un carácter permanente a esta presencia y encuentro con Dios, y por eso le habló a Jesús de levantar tres tiendas. Pero en ese encuentro estremecedor con la gloria de Dios en lo alto del monte, Pedro, como todo discípulo, debe aprender que hay que bajar del monte, porque sólo por la cruz, por la Pasión y la Muerte de Jesús, se llega a la Resurrección.[6]

Pedro no comprende del todo todavía: pide tres tiendas (tres carpas); la Tienda es una: es Cristo. 

Aprendamos a descubrir siempre a Nuestro Señor Jesucristo verdadero Dios aún detrás de las apariencias de su condición humana, a  buscar, ver con los ojos de la fe y encontrar “transfigurado” en aquel que cuelga de la cruz al Resucitado. Aprendamos a descubrirle transfigurado también en su Iglesia, su Cuerpo, también cuando ésta se muestra humana, frágil. Esta sensibilidad de la fe para ver a Cristo transfigurado se halla hoy opacada y dificultada en un mundo secularizado que intenta ocultar y negar a Dios.[7]

No tengamos miedo  como los discípulos en el monte (Mc. 9, 6) o en los momentos de oscuridad en el valle, cuando sobrevenga el sufrimiento y la cruz del camino de todo discípulo (“el que quiera seguirme cargue su cruz y me siga”, había dicho Jesús después del primer anuncio de su Pasión: Mc. 8, 34).

Escuchemos la voz del Padre y la de su Hijo querido. Escuchemos a Jesús, al que es la Palabra. La Palabra de Dios escuchada nos llevará de la mano sacándonos las dudas de nuestro corazón, para que no nos ocurra lo de aquellos tres discípulos lentos para creer (Mc. 9, 10). La Palabra de Dios nos confortará, vigorizará y fortalecerá para seguir a Jesús.  

Hay una indudable relación entre la Transfiguración del Señor y el Bautismo, el Bautismo de Jesús y nuestro propio bautismo sacramental. La voz  que el Padre Dios hace oír en el Bautismo de Jesús dice las mismas palabras: “Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto” (Mc. 1, 11). En la Transfiguración, se cambia de segunda a tercera persona,  la voz del Padre ya no se dirige sólo a Jesús sino a los discípulos, a todos. Por ello dice el Padre: “Éste es mi Hijo querido” y Transfiguración agrega el imperativo “Escúchenlo” (Mc. 9, 7).

Por el Bautismo sacramental, los cristianos participamos, por adopción, de la condición filial del Hijo Predilecto y su relación especial con el Padre. 

En la liturgia bautismal, el signo de la luz del cirio pascual nos recuerda también al Señor Transfigurado, resplandeciente, de quien todo bautizado debe ser reflejo.  Por el Bautismo somos “revestidos de luz con Jesús y nos convertimos nosotros mismos en luz”.[8]

También los vestidos blanqueados en la Transfiguración aluden a los vestidos blancos de los elegidos lavados en la sangre del Cordero, según el Apocalipsis. De esta forma, también el rito bautismal de la vestidura blanca se refiere al vestido original del que fuimos despojados por el pecado y que este sacramento nos devuelve.  

 En la Eucaristía que estamos celebrando, junto a Jesús subamos al monte, participando de este alimento que es anticipo del banquete de la gloria. Como Pedro a Jesús, en la misa digamos “Qué bien estamos aquí”, pero después de la misa, estemos dispuestos a bajar del monte, a la vida cotidiana, a “la lucha”, como solemos decir, donde también debemos reconocer al Señor, al Siervo, en su camino por la cruz a la luz de la gloria, y debemos aprender a escucharle, y a imitarle en su obediencia filial a la voluntad del Padre. 

Nos dice, por otra parte, el Apocalipsis (Apoc. 12, 1) que, al fin de los tiempos, como desde un observatorio o atalaya, desde el monte Sión, será contemplada una mujer vestida de sol, la Bienaventurada Virgen María. Ella, transfigurada en la gloria, es la Madre del Transfigurado. El cuerpo transfigurado de Cristo había sido tomado de su carne. En Ella plantó su Tienda (su Humanidad) el Verbo de Dios. 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga

Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús,

Capilla Policial San Sebastián,

Paraná, Argentina

Domingo 8 de marzo de 2009



[1] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 359.

[2] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 361-363.

[3]  Ver nota de la Biblia de Jerusalén a Mt. 17, 1-13.

[4] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 368-369, citando a H. Gese y R. Pesch.

[5] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 361-362.

[6] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 356-370.

[7] Cf. Siervo de Dios Padre Luis María Etcheverry Boneo, Homilía 2° Domingo de Cuaresma B, 22 de febrero de 1970, “Cuaresma y Pascua”, Buenos Aires, Servidoras, 2003.

[8] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 362.