IV Domingo de Cuaresma, Ciclo B

San Juan 3, 14-21: Testimoniamos lo que hemos visto

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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II° libro de las Crónicas 36, 14-16. 19-23; Carta de san Pablo a los cristianos  de Éfeso 2, 4-10; Evangelio según san Juan   3, 14-21 

TESTIMONIAMOS LO QUE HEMOS VISTO  

A lo largo de los tres domingos restantes de esta Cuaresma del ciclo B, a partir del pasado domingo, dejamos de lado la lectura continua del evangelio según san Marcos, y proclamamos fragmentos del evangelio según san Juan.

Se trata de tres textos que nos llevan a contemplar tres signos de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, tres signos de la Pascua de Jesús: el Templo destruido y levantado de nuevo (Jn. 2, 13-25), la serpiente salvadora levantada en alto (Jn. 3, 14-21) y el grano de trigo que muriendo da fruto (Jn. 12, 20-33).  Los tres signos se aplican a Jesús: Él el nuevo Templo, Él es el Hijo del Hombre que en la cruz y la gloria será levantado en alto, Él es el grano de trigo que muere para dar la vida.

Éste el misterio central de nuestra fe que debemos contemplar y se actualizará en la celebración litúrgica de la Pascua: la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Para la celebración de este misterio, anticipándolo a través de estos tres símbolos, nos dispone la Cuaresma.

De este misterio contemplado, la Pascua de Jesús como revelación del amor del Padre Dios por la humanidad (“tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”, Jn. 3, 16), nosotros, los discípulos de Jesús, debemos dar testimonio. Contemplando en la fe y experimentando en nuestras vidas el misterio del amor de Dios que se nos manifiesta en la Pascua de Jesús, anunciaremos lo que hemos visto (Jn. 3, 11), lo que en la contemplación de la fe hemos visto. 

Estos versículos del cuarto evangelio (Jn. 3, 13-17) proclamados en el 4° domingo de Cuaresma, pertenecen al diálogo de Jesús con Nicodemo (Jn. 3, 1-27).

Nicodemo era un fariseo que, atraído por los milagros de Jesús y reconociendo que Él había venido de parte de Dios,  buscó  Jesús y se entrevistó con Él, aunque en la oscuridad de la noche y de su fe insuficiente. Nicodemo era un maestro de Israel, y sin embargo llamó “Maestro” a Jesús y se dejó enseñar por Él. Jesús, respondiendo a sus preguntas, le dijo a Nicodemo que para entrar al reino de Dios es necesario un nuevo nacimiento. Y para respaldar con autoridad lo que le estaba diciendo, Jesús afirmó que Él hablaba y daba testimonio de lo que había visto (Jn. 3, 11).

Aquí es donde se inserta el evangelio de la liturgia de hoy. Jesús ante Nicodemo hablaba y daba testimonio de lo que había visto porque: “Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del Hombre que está en el cielo” (Jn. 3, 13).

La iniciación que está dando Jesús a Nicodemo le remonta hasta el seno mismo de Dios, al misterio de la Trinidad Santísima. Lo que el Hijo del Hombre vio, Él, que sin dejar de permanecer siempre junto al Padre, al encarnarse “bajó del cielo”, lo revela y manifiesta, da testimonio de lo que ha visto en el Padre.[1]

El discípulo oye de Jesús, ve en Jesús, la Palabra de Vida, quien desde toda la eternidad contempla el Rostro del Padre,  lo que Jesús en el Padre vio y del Padre oyó y trasmite.  Continuando la Iglesia  la misión de Jesús, quien salió del Padre y fue enviado por el Padre, el discípulo también debe dar testimonio y anunciar lo que de la Palabra de Vida oyó y vio.

El autor del cuarto evangelio escribe al respecto en el comienzo de su Primera Carta refiriéndose a los discípulos de Jesús: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de Vida, pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó. Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos. Y éste es el mensaje que hemos oído de Él y que os anunciamos: Dios es Luz, en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado.” (1 Jn. 1-7).

Jesús incluyó en cierto modo a todos sus discípulos, incluyó a la Iglesia de la Nueva Alianza, en aquel “nosotros” que usó cuando le dijo a Nicodemo, que representaba todavía a la Alianza Antigua y caminaba en las tinieblas de la noche: “Tú eres maestro de Israel, ¿y no entiendes estas cosas? Te lo aseguro: nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio” (Jn. 3, 10-11).

“Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del Hombre que está en el cielo” (Jn. 3, 13). Sólo a Él debemos escuchar. Él es más grande que la Ley, es la Palabra de Vida en Persona, la Palabra de Vida Eterna que nos salva.

Continúa el evangelio según san Juan: “De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna” (Jn. 3, 14-15).

Para comprender la interpretación tipológica que encontramos en este fragmento del evangelio, hemos de ir a dos textos del Antiguo Testamento.

El primero se refiere al episodio original de la murmuración del pueblo de Israel contra Dios, el castigo y la posterior sanación: Números    21, 4-9:

“En el camino, el pueblo perdió la paciencia y comenzó a hablar contra Dios y contra Moisés: ¿Por qué nos hicieron salir de Egipto para hacernos morir en el desierto? ¡Aquí no hay pan ni agua, y ya estamos hartos de este pan insípido! Entonces el Señor envió contra el pueblo unas serpientes venenosas, que mordieron a la gente, y así murieron muchos israelitas. El pueblo acudió a Moisés y le dijo: Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti. Intercede delante del Señor, para que aleje de nosotros esas serpientes. Moisés intercedió por el pueblo, y el Señor le dijo: Fabrica una serpiente venenosa y colócala sobre un estandarte. Y todo el que haya sido mordido, al mirarla, quedará curado. Moisés hizo una serpiente de bronce y la puso sobre un estandarte. Y cuando alguien era mordido por una serpiente, miraba hacia la serpiente de bronce y quedaba curado”.

Para interpretar correctamente este episodio, pasamos a relacionarlo con otro texto posterior de la Biblia, Sabiduría 16, 6-11:

 “Tenían una señal de salvación como recuerdo del mandamiento de tu Ley; y el que a ella se volvía, se salvaba, no por lo que contemplaba, sino por ti, Salvador de todos”.

La serpiente de bronce sobre el mástil no era un ídolo ni un amuleto sino un signo que debía recordarle al pueblo la Palabra la Ley de Dios. Mirar la serpiente de bronce expresaba la obediencia a la Palabra de Dios, la sumisión a los mandamientos de Dios. Por Dios y su Palabra eran curados y salvados quienes contemplaban la serpiente levantada en alto. [2] La serpiente de bronce era signo de salvación.[3]

El evangelio de Juan hace una lectura tipológica del texto de Números siguiendo la interpretación que a su vez hace de aquel el libro de la Sabiduría. Pero el evangelio de Juan no otorga valor tipológico a la serpiente de bronce sino a su posición elevada de la misma. Dios daba la salvación a quien miraba la serpiente de bronce elevada. De un modo semejante, por la elevación del Hijo del Hombre Dios dará la vida eterna a quienes crean en Él. Volverse hacia Jesús con la mirada de la fe, a Él que es la misma Palabra de Vida Eterna, superior a la Ley, a Jesús elevado en alto, es la condición para obtener no una curación o salvación temporal sino la vida eterna.[4]

El Hijo del Hombre debe ser levantado o elevado (Jn. 3, 14). Sin embargo, la elevación no se refiere exclusivamente a la cruz sino también a la gloria de la Resurrección y la Ascensión, como pasos sucesivos de un único misterio cristológico. El Hijo del Hombre es elevado en sentido de enaltecido, exaltado, glorificado, sentado a la derecha del Padre. La mirada de la fe de los creyentes no se queda varada en la cruz sino que la mirada de fe es elevada desde y por la cruz a la Resurrección gloriosa del Señor. [5]

Jesús reiteraría más adelante el anuncio de su elevación:

·        “Cuando hayan levantado al Hijo del Hombre, comprenderán que Yo soy y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como mi Padre me enseñó” (Jn. 8, 28).

·        “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Lo decía indicando de qué muerte iba a morir” (Jn 12,32).

Ésa era la voluntad del Padre. El amor de Dios que quiere que todos los hombres sean salvados. Lo que Jesús vio en el Padre y manifiesta, de lo que da testimonio es del Amor del Padre. Obedecer la voluntad salvífica del Padre y manifestar el amor del Padre llevó a Jesús a la cruz. Ése es el camino elegido.

Por la fe en Jesús, el Salvador levantado en alto, el amor del Padre concede la vida eterna. La cruz se convierte así en signo de salvación porque es signo del amor de Dios.

Tanto amó Dios al mundo (¡…tanto…tanto amó Dios al mundo!), que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no muera, sino tenga vida eterna…para que se salve por medio de Él” (Jn. 3, 16).

Dios “nos amó primero y envió a Su Hijo como Víctima propiciatoria por nuestros pecados” (1 Jn. 4, 10), nos dice el mismo san Juan en su Primera Carta.

En el evangelio según san Juan se dice varias veces que Dios dio (entregó) a los hombres lo que se necesita para su salvación: el agua viva (4, 10.14), el alimento de vida eterna (6, 27), el Pan de vida (6, 32.33.51), el Espíritu Paráclito (7, 39; 14, 16), la vida eterna (10, 28), el mandamiento nuevo (13, 34)... Pero, en el fragmento que leemos hoy, el don de Dios para la salvación del mundo es el don más grande y más precioso: “su Hijo único”. [6] Tanto amó Dios al mundo…

Mirando con la mirada de la fe, contemplando a Jesús en la cruz, vemos, oímos y tocamos el amor de Dios por la humanidad.

El discípulo debe “mirar al que han atravesado” (Jn. 19, 37). Eso es lo que hemos visto y oído. Eso es lo que como discípulos debemos anunciar, de lo que hay que dar testimonio. Contemplarle no sólo en su elevación en la cruz, su Pasión y su Muerte sino también en su Resurrección. Resucitando a Jesús, Dios Padre muestra mayor amor aún que entregando a su Hijo Único en la cruz.

La fe es como una mirada que se clava en Jesús el Salvador, levantado en alto, y penetra el misterio del amor de Dios.

A través de la cruz, que es el signo, la fe pasa al crucificado y al resucitado, por el amor del Siervo Sufriente y del Hijo del Hombre al amor de Dios Padre.

Como todo signo, sería un fracaso la cruz si no me condujera a Aquel que fue crucificado. No salva la cruz por sí misma sino Aquel que en ella fue crucificado, y que pasando a través de ella, resucitando, venció a la muerte y al pecado. En rigor, el signo de salvación no es la cruz, el Signo de Salvación es la Palabra hecha carne.

Los signos sensibles son necesarios en la vida desde el momento en que no somos ángeles. La ciudad secularizada, tantas veces vaciada con intolerancia de los signos religiosos y del signo visible de la cruz, del signo del amor de Dios, deja a los creyentes en una situación parecida al pueblo de Israel mordido por las serpientes venenosas. Como el mismo pueblo, que supo reconocer que había pecado y por la intercesión de Moisés invocó otra vez a Dios para ser salvado, como Nicodemo, aunque en la oscuridad de una fe vacilante, los hombres de hoy hemos de buscar al signo levantado en alto para la salvación del mundo, Cristo, signo de esperanza de la vida eterna.

Como Nicodemo, que fue de noche a ver a Jesús, en la oscuridad de su fe, y terminó acercándose a la luz, terminó escuchando a Jesús hablar de la luz que vino al mundo pero los hombres prefirieron las tinieblas a la luz (Jn. 3, 19) e invitarle, a él, a Nicodemo, a acercarse a la luz (Jn. 3, 21), nosotros no seamos como los que obrando mal detestan la luz porque ella los delata (Jn. 3, 20), sino que obremos acercándonos a la luz, para que se vea que todo lo que hacemos es conforme a la voluntad de Dios (Jn. 3, 21).

Esta última referencia al símbolo de la Luz, nos lleva a las resonancias bautismales del diálogo de Jesús con Nicodemo. El que por el sacramento del bautismo nace de nuevo, es iluminado por la Luz, iluminado por Jesús Resucitado que es la Luz.

De allí en la liturgia bautismal el rito de la entrega del cirio encendido, exhortando a padres y padrinos a ser para el bautizado testigos de lo que ellos han visto y oído: “para que estos niños, iluminados por Cristo, vivan siempre como hijos de la luz y, perseverando en la fe, puedan salir al encuentro del Señor con todos los santos, cuando Él vuelva”.

 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga,

Argentina

Domingo 22 de septiembre de 2009



[1] Cf. Comentario Bíblico San Jerónimo, Tomo IV, Nuevo Testamento II, Madrid, Cristiandad, 1972, pág. 439.

[2] Cf. Rivas, Luis; El Evangelio de Juan, Buenos Aires, San Benito, 2006, pág. 161.

[3] Cf. Comentario Bíblico San Jerónimo, Tomo IV, Nuevo Testamento II, Madrid, Cristiandad, 1972, pág. 439.

[4] Cf. Rivas, Luis; El Evangelio de Juan, Buenos Aires, San Benito, 2006, pág. 161.

[5] Cf. Rivas, Luis; El Evangelio de Juan, Buenos Aires, San Benito, 2006, pág. 162. Cf. también X. Léon-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona, Herder, 1965, voz: “cruz”, págs. 170-172 y Comentario Bíblico San Jerónimo, Tomo IV, Nuevo Testamento II, Madrid, Cristiandad, 1972, pág. 439.  

[6] Cf. Rivas, Luis; El Evangelio de Juan, Buenos Aires, San Benito, 2006, pág. 163-164.