Domingo de Resurrección, Ciclo A

San Juan 20, 1-9: ¡No callemos! ¡Aleluya, Aleluya!

Autor: Padre Javier Leoz

 

 

1.- Sin la Resurrección, la vida de Jesús se habría quedado en un enorme chasco: murió sólo y abandonado por sus amigos.

Sólo, el afán y la santa testarudez de los primeros testigos por comunicar aquel gran acontecimiento, la Resurrección de Jesús, pudo hacer que en apenas un siglo el nombre de Jesucristo fuera conocido, venerado, amado, celebrado en el perímetro de la cuenta mediterránea y aún más allá.

¿El secreto? Nos lo descubren los apóstoles y los discípulos. “Cristo ha resucitado, nosotros somos testigos.” El evangelio, de este día, es una profesión sincera y profunda la del discípulo amado: “Vio y creyó.” Todo encajaba; el antes y el después, las palabras de Jesús que (hace escasos días eran del todo incomprensibles). La tumba vacía, la losa corrida, las múltiples apariciones. ¡Ha resucitado!

2. - No se callaron. Al revés, aquella experiencia, se transformó en un auténtico movimiento arrollador de hombres, y de mujeres, que no podían contener aquella realidad que estaban viviendo y contemplando. ¡Ha resucitado!

La cobardía se convirtió en valentía, después de haber sentido que Jesús había resucitado. No me extraña, por ello mismo, cuando señalan las estadísticas que sólo un 41 por 100 de los españoles creen en la resurrección, que muchos cristianos se echen atrás a la hora de defender sus criterios y su estilo de vida, en un mundo que rechaza todo lo que no se ve y no se cuenta.

Esta solemnidad de la Resurrección nos invita a un encuentro personal con Jesús. No creemos por estar los sudarios y vendas en el suelo, ni tan siquiera porque hemos encontrado el sepulcro vacío. Creemos porque, aquellos apóstoles y discípulos, fueron testigos de la presencia del Resucitado. Cuando uno vive lo que transmite (la resurrección de Jesús) acarrea detrás de sí adhesiones y riadas de personas que buscan la seguridad y el fondo donde está todo eso sustentado: la experiencia de Dios. La solemnidad de la Pascua es un momento cumbre y privilegiado, para todos los que la vivimos, deseando que el Señor se haga el encontradizo con nosotros. Y, en contraprestación, con la firme promesa de arrastrar con nuestras propuestas, y con nuestra alegría externa (fruto de la interna) a hombres y mujeres que puedan llegar a decir: ¡Jesús ha resucitado! ¡Jesús es el Señor!

La Solemnidad de la Pascua es un centrifugado final ante tantas cosas que los discípulos no tenían claras. Palabras, actitudes, gestos, toda su vida cobra una nueva dimensión. Lo que dijo se cumple: ¡el Señor ha resucitado! Aunque, para ese centrifugado final, hubiese sido necesario primero el sufrimiento y la muerte del Maestro.

La Solemnidad de la Pascua, además de aclarar ideas, nos sitúa momentos cumbres de esta semana que hemos vivido. La cruz ya no es derrota. La muerte en soledad de Jesús ya no es abandono. Los brazos extendidos y la sangre chorreando por el madero, no es bandera de debilidad y de fracaso. Todo ello se convirtió, y ojala se para nosotros, en un prodigioso y extraordinario testimonio de amor. “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.

Hermanos, teniendo tanto por hacer y a Jesús como cabeza, no tenemos derecho al desaliento. El nos ha precedido en un enigma que nos preocupa y, que a veces, nos desestabiliza y paraliza: la muerte. Pero, entró de cabeza, y salió con todo un cuerpo glorificado.

3.- Desde ahí, siendo testigos de la Pascua, tenemos que entusiasmarnos por proclamar a los cuatro vientos que Jesús llena la vida de aquellos que le buscan. Que Jesús ilumina los túneles del hombre, cuando éste, hace esfuerzos por vencerlos. Que Dios, si fue capaz de tanto, es porque nos espera y nos quiere.

Me gusta la Pascua del Señor. Son puertas que nos abren al futuro. ¡Qué pena ese 60 por 100 que no creen en la Resurrección! ¿Qué móviles tendrán para permanecer constantemente (no puntualmente) en una entrega generosa sin distinción ni desmayo?

Me gusta la Pascua del Señor. El ha entrado primero en una realidad a la que nosotros estamos llamados si creemos en El y nos movemos con ese gran legado de palabras y de obras resumido en el Evangelio.

Me gusta la Pascua del Señor. Es una luz que permanece siempre encendida. Una vida que nunca acaba. Una línea traspasada valientemente por Jesús con un deseo: que también nosotros podamos dar un salto sobre ella con la pértiga de la fe.

Me gusta la Pascua del Señor. Porque la muerte queda en un segundo plano. Porque ya no existen interrogantes sin respuestas. Porque, los creyentes, atravesamos con Cristo los umbrales del Cielo. Porque ya no existen callejones sin salida. Porque, incluso nuestros pecados, son perdonados y se nos da una oportunidad para empezar de nuevo.

Exacto. ¡Empezar de nuevo! Este es el dilema que tiene que salir resuelto de esta eucaristía: dar a conocer la presencia del Señor Resucitado con la fuerza del amor primero. Con más bríos, ilusión, entrega, generosidad y convencimiento.

Y esta es la oración para este jubiloso de la Pascual

EL TESTIMONIO DE NUESTRAS MANOS

El toque salvífico de Jesús lo podemos prolongar con nuestras manos.

Deben ser, como las de Cristo, serviciales, amistosas, generosas.

Deben estar, como las de Cristo, dispuestas por amor a dejar clavarse.

Deben abrirse, como las de Cristo, para repartir sin pedir nada a cambio

Deben moverse, como las de Cristo, sin desesperar aunque parezcan no hacer nada

 

Deben regalar, como las de Cristo, ofreciendo el ciento por uno

Deben caminar, como las de Cristo, acogiendo y no juzgando

Deben abrazar, como las de Cristo, perdonando y no llevando cuentas de atrás.

 

Deben utilizarse, como las de Cristo, para acompañar y no para condenar.

Deben emplearse, como las de Cristo, para sanar y no para guardarlas.

Deben sacarse, como las de Cristo, para enseñar y no para predicar.

Deben levantarse, como las de Cristo, para bendecir y no para maldecir

Deben ofrecerse, como las de Cristo, para empujar hacia el cielo sin olvidarse de la tierra.

 

Deben acariciar, como las de Cristo, para compartir sin esperar recompensa.

Deben airearse, como las de Cristo, para levantar y no para humillar

Deben juntarse, como las de Cristo, para pregonar y no para ocultar.

Deben desplegarse, como las de Cristo, para abrazar y no para odiar.

En la Pascua de Resurrección hay que hacer una firme promesa ante el Señor: ¡Aquí tienes mis manos, mis pies y mi voz para dar testimonio de tu resurrección!

Y ahora yo os digo: ¡Feliz Pascua de Resurrección! ¡No la calles!