XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 18, 21-35: Perdonar siempre

Autor: Padre Jesús Martínez García

 

 

“Entonces el señor lo llamó y le dijo: ¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?” (Mt 18, 32-33)


Cuando Jesús fue vejado en la pasión era como si sus enemigos no pudieran llegar a herirle en su amor propio porque no tuviera amor propio. Jesús perdonaba siempre, ése era un signo de su realeza mesiánica, y desde la cruz pidió perdón al Padre por los que le afrentaban y mataban. De modo semejante, quienes están cerca de Dios ni siquiera tienen que perdonar porque, por grandes que hayan sido las calumnias o las injurias que padezcan, no se han sentido personalmente ofendidos, pues están desprendidos de sí mismos y los agravios no llegan a herirles su amor propio. Lógicamente sufren porque son hombres, porque no son insensibles a los golpes, pero por lo que se duelen es por la posible ofensa que se comete con esa mala acción.


A veces son pequeñas cosas las que nos pueden herir: el desagradecimiento, una recompensa que esperábamos y nos es negada, una palabra hiriente que nos llega en un momento de cansancio... Otras pueden ser más graves: calumnias, interpretaciones torcidas de lo que hemos hecho con rectitud de intención, injusticias... Sea lo que fuere, para perdonar con rapidez, sin que quede nada en el alma, necesitamos desprendimiento y un corazón grande orientado hacia Dios. Esta grandeza de alma nos llevará a pedir por quienes nos han ocasionado un perjuicio, precisamente porque necesitan ver la verdad o precisan corregirse.


Señor, que siempre perdonas a quien acude a Ti con corazón arrepentido por muchas o graves que sean las ofensas; pues si llevaras cuenta de los delitos, ¿quién podría resistir? Gracias porque cuando perdonas lo haces para siempre. Enséñanos a no guardar una lista de agravios, y a perdonar y a olvidar las ofensas, porque a veces nos cuesta, por nuestro amor propio herido.
Ayúdanos a arrancar de cuajo esa raíz tan perniciosa de la soberbia para que vayamos pareciéndonos cada vez más a Ti, y porque por mucho que nos puedan ofender los demás, Tú nos has perdonado mucho más.