I Domingo de Cuaresma, Ciclo B

Marcos 1, 12-15: El peso del amor

Autor: Padre Jesús Martínez García

 

 

“En seguida el Espíritu lo impulsó hacia el desierto. Y estuvo en el desierto cuarenta días mientras era tentado por Satanás” (Mc 1, 12)

Todos los seres son empujados suavemente hacia su bien propio por una inclinación natural: el humo tiende hacia arriba, el agua del río hacia la zona más baja, el gato al lugar soleado, el búho se esconde durante el día. Incluso cada facultad está orientada como por instinto hacia su objeto específico, por una connaturalidad que brota de la misma estructura de su ser: el ojo está hecho para distinguir los colores, el gusto para saborear,... La inteligencia del hombre apetece su objeto propio que es la inteligibilidad de las cosas, y su voluntad tiende de suyo hacia el bien.

Cuando el hombre es introducido en el orden sobrenatural por la gracia, participa en la vida íntima de Dios, y esa transformación radical que le diviniza en su misma esencia, crea en él inclinaciones e instintos nuevos. La gracia le da a participar el ser Dios, se piensa como Dios, se ama y actua a la manera de Dios, a semejanza del Dios hecho carne y habitante en la tierra entre nosotros.

La gracia imprime en él, hasta en sus menores reacciones, un instinto divino. En adelante, y en la medida que se deje guiar por el Espíritu de Dios (los que son movidos por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios), el hombre actuará espontáneamente como hijo de Dios.

El pondus eran las piedras que los romanos ponían en la bodega de los barcos para que empujara hacia abajo y no se volcaran. San Agustín dirá: «Deus meus, pondus meus». Dios ha de ser el peso, el Amor hacia el que sea atraído el corazón del hombre, como Fin último. Esa atracción hacia el Bien supremo le transforma en lo más profundo de su psicología, pasando a ser Dios el centro de polarización de todos sus movimientos amorosos. He aquí el secreto de los santos.

Quiero descubrir esas fuerzas del cuerpo y de la afectividad que me tiran hacia los lados y distorsionan mi movimiento hacia Ti, Señor, para arrancarlos con la penitencia. Que seas Tú el único afán de mi vida, el soplo que me lleve y el puerto al que arribar.

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