Solemnidad de la Asunsión, Ciclo B

Marcos 16, 15-20: Fuego en la tierra

Autor: Padre Jesús Martínez García

 

 

“El Señor Jesús... subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron y predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando su palabra con las señales que les acompañaban” (Mc 16, 19-20)

Jesús culmina su estancia en la tierra elevándose al Cielo, para recibir toda la gloria que, como Hijo de Dios, le corresponde. Él se había anonadado tomando forma de siervo, se hizo obediente has la muerte de Cruz. Después Dios lo exaltó y le dio un nombre sobre todo nombre, de modo que ante Él doble la rodilla cuanto hay en los cielos y en la tierra (cf. Fl 2,8). Pero antes de marcharse, Jesús confía a sus apóstoles la misión de proclamar el Evangelio a toda criatura, y les promete su ayuda: Él estará siempre con ellos.

Ellos se fueron a predicar, entregando el fuego sagrado a quienes les escuchaban. Después, cuando dejaron la tierra para ir al Cielo, el fuego de Cristo se fue esparciendo por toda la tierra. Aquel fuego que Cristo había venido a traer fue encendiendo todas las páginas de la Historia. Ahora ese fuego está en nuestras manos y nos toca a nosotros reavivarlo en nosotros mismos y propagarlo entre los hombres de nuestra época. Que no se apague, porque es una misión que Cristo nos ha confiado para iluminar, alegrar y mejorar la conducta de los hombres. Ese fuego se mantiene y alimenta en el estudio de las verdades cristianas y en la oración, pero también en la medida en que uno habla de Dios a los demás.

En estos días previos a Pentecostés podemos acudir al Espíritu Santo, que llegó en forma de fuego, con aquella oración de santa Edith Stein al Espíritu Santo:

¿Quién eres Tú, dulce luz, que me llena e ilumina la obscuridad de mi corazón? Tú me guías como la mano de una madre, y si me soltaras, ya no sabría dar un paso más. Tú eres el ámbito, que me circunda y me encierra en sí. Separada de Ti, me hundiría en el abismo de la nada, del que a esa nada la elevaste hasta el ser. Y eres más interior a mí que lo más íntimo de mi ser, y, sin embargo, eres inaccesible e incomprensible, y no cabes en nombre alguno: ¡Espíritu Santo - Amor eterno!

 

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