XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lucas 16, 19-31. “Entre vosotros y nosotros se abre un abismo inmenso”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

 

Comentario:


“Entre vosotros y nosotros se abre un abismo inmenso”

La narración del rico y del mendigo insiste en el tema de las riquezas y placeres del mundo como lazo que aprisiona a quien confía, excesivamente, en ellas.

Uno de los obstáculos más graves para que se imponga entre los hombres una verdadera fraternidad es el afán de posesión que se apodera del hombre. El disfrute despreocupado de los bienes deshumaniza profundamente al rico y lo vuelve ciego, viviendo engañado en su mundo privilegiado de riquezas, olvidando su condición de hombre y hermano. Abre así un “abismo inmenso” entre los hombres, provocando un clasismo insalvable. El rico y el pobre se encuentran todos los días, pero viven absolutamente alejados el uno del otro. La riqueza, mal entendida, crea esta separación y distanciamiento.

El pensamiento de Jesús es claro. El clasismo que crea el rico y el aislamiento en que se encierra, le alejan de la solidaridad y fraternidad humanas, le incapacitan para descubrir su responsabilidad ante los demás sumidos en la necesidad.

La enseñanza de la parábola no es resaltar la retribución después de la muerte, aunque se indique. No se trata de curiosear en el más allá, sino de abrir los ojos hacia los verdaderos valores que deben orientar nuestra existencia aquí abajo. Ni de prometer una compensación a los pobres con un final feliz, como opio barato para el pueblo. Se trata de afirmar la peligrosidad de la riqueza porque crea resistencia a la ley de Dios y sordera a su palabra, porque cierra el corazón del hombre a Dios y al prójimo, hasta tal punto que tales personas “no harán caso ni aunque resucite un muerto” para hacerles ver su equivocación.

La enseñanza de la parábola tiene aplicación para todos. No hace falta ir al Tercer Mundo para encontrar a un Lázaro que es más pobre que nosotros: familias que pasan apuros, enfermos solitarios, ancianos abandonados, gente en paro laboral, alcohólicos y drogadictos, que necesitan una mano amiga.

El evangelio es siempre respuesta y luz para los problemas humanos de cada día. Guiados por esa luz habremos de convertirnos radicalmente de la codicia al amor que comparte; de la indiferencia al compromiso de trabajar por una mayor justicia entre los hombres; del cerrar los oídos a tenerlos bien abiertos para escuchar el grito del hermano que nos saca de nuestra comodidad y egoísmo.

No esperemos el milagro espectacular del muerto que resucita y venga a descubrirnos nuestra equivocación. Tenemos la Palabra de Dios que es “viva y eficaz y más cortante que espada alguna de dos filos… escruta los sentimientos y pensamientos del corazón” (Hbr 4,12).

La Palabra de Dios basta y sobra. No hay apariciones que puedan reemplazarla. No existen signos extraordinarios que resulten más convincentes. Si la Palabra de Dios no nos dice nada, o la oímos distraídos y dejamos que pase de largo, ni siquiera las visiones logarán conmover el corazón.