XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lucas 18, 9-14

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

 

Comentario:


Lucas 18, 9-14

Bien conocida es la parábola de este Domingo. Sus primeras palabras nos centran en lo esencial de su mensaje: “Dos hombres subieron al templo a orar”. De nuevo el tema de la oración, pero no con una exposición teórica, sino con la plasticidad de un hecho de vida.

Dos tipos de oración. El fariseo encarna el modelo autosuficiente, que se apunta a la contabilidad del mérito. Su oración procede del agradecimiento, pero más bien parece que es Dios quien tiene que pagarle sus propios méritos por la observancia de lo prescrito por la ley. Para resaltar mejor sus méritos, tiene necesidad del espejo deformante que denuncia y expone al desprecio los defectos ajenos: “No soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano”. El fariseo no ora, sino que se mira, se contempla, se oye rezar. En vez de hacer examen de conciencia, que le convierta en un pobre grato a Dios, hace examen de complacencia.

El publicano no multiplica las palabras. Su oración es sobria, humilde. No se presenta ante Dios como un individuo mal juzgado, sino, precisamente, es él quien se reconoce pecador. Su inventario espiritual está vacío por completo. Su currículo es impresentable: ladrón, usurero, estafador, explotador de pobres, huérfanos y viudas.

El publicano vuelve a su casa justificado por Dios, y el fariseo no. La razón claramente la da Jesús: “Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

Ya en la primera lectura, tomada del Eclesiástico, nos da la clave de la resolución de la parábola: “Dios escucha la súplica del oprimido…, sus penas consiguen su favor, y su grito alcanza las nubes”.

La parábola no se limita a enseñar cómo es la oración humilde. Esta exige una determinada idea de Dios y un determinado tipo de relación con Él. Dios no es un contable de nuestros méritos, “ni lleva cuenta de nuestros delitos” (cfr. Sal 129, 3). Tampoco la religiosidad, nuestra relación con Él, ha de consistir en acumular prácticas y más prácticas religiosas, como intercambio comercial en nuestras relaciones con Dios. Dios no sabe contar los méritos, pero da, sin contar, su misericordia, su perdón, a quien reconoce que tiene necesidad de Ël, porque es Padre “clemente y rico en misericordia” (Ex 34,6).

¿Cómo entrar en la dinámica de la oración que agrada a Dios? El deseo de encontrarse con Dios, aunque sea débil e impreciso es ya un primer paso. Ese deseo sincero e interior, ya es oración: “¡Oh Dios!, ten compasión de mí”. Buscar la comunicación con Él desde la realidad de nuestra vida: “Soy pecador”. Reconocer la necesidad es un impulso a esa búsqueda y comunicación, descubriendo que orar es hablar con Dios amándolo.

El publicano ora de verdad porque busca a Dios desde su vida. La oración sincera se alimenta de la vida, de los acontecimientos, porque Dios no sólo está en los templos, sino que lo tenemos siempre cerca, pues: “en Ël vivimos, nos movemos y existimos” (Act 17,28). No se reza lo mismo cuando se está triste que cuando se está a gusto y con paz; cuando necesitas comprensión y perdón o se está deprimido. Lo importante y decisivo es presentarse ante Dios de verdad y con sencillez y confianza como el publicano.