XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lucas 20, 27-38: “No es Dios de muertos, sino de vivos”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

 

Comentario:


Lucas 20, 27-38 “No es Dios de muertos, sino de vivos”

El tema central, tanto de la primera lectura como del evangelio de este domingo, es la resurrección de los muertos. Verdad que profesamos constantemente en el credo, pero que poca resonancia e influencia tiene en nuestra vida de creyentes.

Todos deseamos la vida y, de una manera o de otra, más de una vez nos preguntamos: ¿por qué morir si lo que deseamos es vivir? Mientras nos martillea esta pregunta, vemos que el hecho de la muerte nos ronda por todas partes.

Con una postura, un tanto engañosa, nos lanzamos a vivir anhelando una felicidad que no sacia plenamente porque vamos tras el gozar y el placer, más que por el ser y el realizarse, como si al final lo que nos espera es la nada. Si esto es así, cabe preguntar: ¿Qué sentido tienen los trabajos, esfuerzos y progresos? ¿Qué decir de los que han muerto sin haber disfrutado de felicidad alguna? ¿Cómo hacer justicia a los que han muerto por defenderla?

Desde los límites y oscuridad de la razón humana, la fe nos abre con confianza al misterio de Dios, invocando con el salmista: “Dios mío, en Ti confío, no quede yo defraudado” (Sal 25, 1-2).

Confiar en Dios significa descubrir que estamos hecho para la vida, y que la vida consiste en el ser con Él, sin que esta relación se interrumpa jamás. “Para El todos están vivos”. Dios es fuente de vida y el fin de la vida. El creyente que vive con El y por El, después de haber recibido de El el don de la vida, es arrancado al dominio de la muerte.

La respuesta de Jesús, a la cuestión planteada por los saduceos, no se entretiene en una diatriba acerca de una mujer disputada por siete hermanos, sino que habla de un Dios que disputa victoriosamente a la muerte el tesoro que le es más querido: el ser humano.

La fe en la resurrección para la vida eterna sostuvo con valentía y fortaleza a los siete hermanos Macabeos y a la madre en el momento del martirio: “Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará” (2 Mac 7,14).

Cuando se va perdiendo una fe que de esperanza y sentido a la vida, es más fácil abusar de la muerte. Nos matamos unos a otros en las guerras, en el tráfico, en la lucha por los propios intereses. Son muchos los que aprueban la muerte de los no nacidos pensando que el aborto es la solución mejor y más eficaz para resolver situaciones trágicas. Falta una reacción contundente ante el tráfico de drogas que destroza tantas vidas. Se habla de una cultura de la muerte.

Creer en la resurrección de los muertos no es cultivar, de manera infantil, un optimismo barato en la esperanza de un final feliz. El creyente siente, aquí y desde ahora, que se nos llama a la resurrección y a la vida. Por eso toma partido por la vida allí donde la vida es lesionada, ultrajada y destruida. La resurrección no es algo del más allá, se hace presente y se manifiesta allí donde se lucha y hasta se muere para evitar la muerte que está a nuestro alcance.