La Ascensión es el punto culminante de todo el ministerio terrestre
y de la obra salvífica de Cristo. El ministerio de Jesús Lucas lo
presenta como una ascensión de Galilea a Jerusalén, de Jerusalén al
cielo. La subida de Jesús al cielo está descrita de acuerdo con la
concepción antigua del universo. Su sentido es en realidad que Jesús
retorna definitivamente a la posesión de la plenitud de vida en
Dios.
Creer en la Ascensión de Jesús es creer que la humanidad de Cristo
ha entrado en la vida íntima de Dios de un modo nuevo y definitivo.
Cristo, “en todo semejante a nosotros menos en el pecado” (Hbr
4,15), en su Ascensión lleva consigo nuestra condición humana que
asumió por la encarnación. Por eso comenta san Agustín: “En su
encarnación Cristo descendió el solo, pero ya no subió al cielo el
solo. No es que pretendamos confundir la dignidad de la Cabeza con
la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo
pide que éste no sea separado de su Cabeza”. La Ascensión testimonia
el destino esplendoroso de la humanidad, restituida por Cristo a su
imagen primordial. Dios tiene para los hombres un espacio de
felicidad definitiva que Cristo nos ha abierto para siempre.
Si el hombre sale de las manos de Dios y ese mismo hombre está
llamado a vivir una vida en plenitud, la dignidad de todo hombre
está refrendada por la Ascensión de Cristo. Ante tanto atropello
como hoy y siempre sufren tantos hombres y mujeres en el mundo, el
día de la Ascensión es una voz que se alza denunciando tanta
vejación y explotación.
Poner los ojos en el cielo, no debe llevar a desentenderse de la
tierra. La esperanza cristiana consiste en buscar y esperar la
realización total de esta tierra. Creer en el cielo es querer ser
fiel a la tierra hasta el final. Porque el creyente que cree y
espera un mundo nuevo, una vida en plenitud no puede tolerar ni
conformarse con este mundo lleno de odios, lágrimas, injusticias,
mentiras y violencia. Creer en el cielo, esperar esa vida en
plenitud, conseguida ya por Cristo en su Ascensión, es comprometerse
en la transformación de nuestro mundo. “¿Qué hacéis ahí plantados
mirando al cielo?” (Act 1,11).
Jesús, antes de subir al cielo, bien claro dice a los suyos que
“recibirán una fuerza para ser testigos en Jerusalén, en toda Judea,
en Samaría y hasta los confines del mundo” (Act 1,8). La vocación a
la fe cristiana no alentará una esperanza auténtica del futuro si no
es desde el compromiso a fondo con el mundo presente. El cielo hay
que construirlo ya desde la tierra y cada día mediante el amor, el
trabajo y el servicio a los hermanos, conscientes de que Jesús no se
ha ido desentendiéndose de nosotros, sino para vivir desde Dios, una
cercanía nueva e impensable, e impulsar la vida de quien se abre a
su mensaje y a su presencia hacía un destino en plenitud.