II Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Juan 1, 29-34: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal
Comentario:
“Este es el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”
Las tres lecturas bíblicas de este
domingo se centran en el testimonio sobre Jesucristo. La afirmación de la
primera lectura: “Te hago luz de las naciones,
para que mi salvación alcance hasta el
confín de la tierra” (Is 49,6), le cuadra
perfectamente a Cristo a quien el anciano Simeón proclama:
“Luz para alumbrar a las naciones” (Lc 2, 32).
En la segunda lectura, Pablo se proclama
“apóstol de Jesucristo, por voluntad de Dios” (1 Cor 1,1).
En la lectura evangélica tenemos el espléndido testimonio del Bautista sobre
Jesús, “el Cordero de Dios
que quita el pecado del mundo”
Estos tres testimonios son un magnífico pórtico al comenzar los domingos del
tiempo ordinario, en los que se irá presentando la figura y la actividad
salvífica de Jesús, “proclamando
el año de gracia del Señor” (Is 61,2; Lc 4,18).
Cuando el ángel del Señor desvela a José lo que se ha realizado en María, por
obra del Espíritu Santo, añade:
“le pondrás de nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo
de los pecados” (Mt 1, 21).
El pecado es una realidad omnipresente entre nosotros y dentro de cada uno,
aunque no siempre lo queramos reconocer. Es frecuente oír decir: Yo no tengo
pecado. El mal está en medio de nosotros. La explotación, la pobreza, el hambre,
la incultura, la violencia, el sufrimiento de inocentes, la marginación es una
trágica realidad que degrada a nuestra sociedad tan avanzada. En el ámbito
familiar la frialdad en las relaciones dentro del hogar, la falta de diálogo y
entendimiento, los enfrentamientos generacionales, el desamor, la infidelidad,
el divorcio, el aborto, minan el ambiente familiar. En el plano personal nos
dominan las actitudes de soberbia, avaricia, envidia, el enfoque distorsionado
de la sexualidad, el ansia de dominio, el odio, la rivalidad. Triste realidad
que no aparece por generación espontánea, sino que es fruto del comportamiento
de cada uno. Aquí está el pecado, aunque no se quiera reconocer.
Quitar el pecado del mundo no se refiere a una acción moralizante, un
saneamiento de costumbres. Es proclamar que Dios está a nuestro lado frente a
ese mal que es el pecado. Que nos ofrece, en Cristo, la manera de desterrar ese
mal, pues Cristo es “camino, verdad y
vida” (Jn 14,6).
Que en Jesús nos ofrece su amor, su fuerza porque nos da el Espíritu para ser
criaturas nuevas. Quitar el pecado es rehacer, al que se arrepiente, en su
realidad de hijo de Dios.
Para luchar contra el mal que hay en nosotros mismos y vencerlo, para
desterrarlo de nuestra sociedad, está el “Cordero de Dios”. El es nuestra
victoria, nuestra liberación y nuestra paz.
Pero hay algo más. La adhesión a Cristo, el seguirle con fidelidad, no se agota
con una vida sin pecado. Nuestra incorporación a El, por los sacramentos de la
iniciación, lleva consigo la exigencia del testimonio:
“Recibiréis un fuerza, el Espíritu Santo, que descenderá
sobre vosotros para ser testigos míos” (Act 1,8).
Juan da testimonio de Cristo desde su experiencia de haber contemplado al
Espíritu que se posó sobre Jesús:
“Yo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de
Dios” (v. 34).
La razón de ser del cristiano y de la comunidad cristiana es dar testimonio de
Jesús, conscientes de que vivimos en un contexto sociológico en el que Dios es
discutido. Pero Dios no se impone por la autoridad de los argumentos, sino por
la verdad que emana de la vida de los creyentes sabiendo amar, porque el único
testimonio creíble es el de un amor efectivo a los hombres, pues sólo el amor
puede testimoniar de verdad a Cristo, expresión suprema del amor de Dios a la
humanidad: “Tanto amó Dios al mundo que
dio a su Hijo único” (Jn 3,16).