III Domingo de Cuaresma, Ciclo A
San Juan 4, 5-42: “Si conocieras el don de Dios….”Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal
Comentario:
“Si conocieras
el don de Dios….”
La frase que encabeza este comentario es clave
en la escena de esta página evangélica. Jesús no se entretiene con la Samaritana
en disquisiciones acerca de la rivalidad entre judíos y samaritanos. Va a lo
fundamental que es la salvación de la mujer que va a buscar agua. Partiendo de
la sencilla realidad de la sed, pide que le de de beber. Nosotros, en este
tiempo de Cuaresma, hemos de tener muy presente la realidad personal, sin duda
marcada por muchas carencias, y ojala brote de lo íntimo del corazón:
“Dame de beber”.
La Cuaresma, camino hacia la Pascua, no es mirar hacia atrás para hacer
penitencia por los pecados. Es mirar hacia delante atraídos por el don de Dios:
“Si conocieras el don de Dios…”
El don de Dios es el mismo Jesús: “Tanto amó
Dios al mundo que dio a su Hijo único” (Jn 3, 16).
Una auténtica conversión se fundamenta en tener a Jesús en el centro de la vida,
en la realidad personal de la propia fe. Despertar en nosotros la pasión por la
fidelidad a Jesús, confesándolo como Hijo de Dios y Salvador de la humanidad,
alimentando la fe no sólo de doctrina sino con el contacto vivo con su persona
para conocerle más y mejor, sintonizar vitalmente con su proyecto,
contagiándonos de su pasión por Dios y por el ser humano. Si nuestra imagen de
Jesús es pobre y parcial, nuestra fe será pobre y parcial; si está desvirtuada
viviremos una experiencia de fe desvirtuada.
La Samaritana, abierta a las palabras de Jesús, siente algo nuevo en su interior
de donde brota una sencilla y sincera petición:
“Señor, dame agua de esa”.
Cambia su vida. De ser una mujer desorientada, vacía y fracasada, se convierte
en un “apóstol”: “Venid a
ver a un hombre que ha adivinado todo lo que he hecho; ¿será tal vez el
Mesías?”.
Jesús está más cerca de lo que sospechamos. Si confío en El, me acoge como soy.
Si me entrego, El me sostiene. Si me dejo amar, me salva.
“Si conocieras el don de Dios…”
Llegar a ese conocimiento es un proceso en el que Jesús va desvelando su propia
identidad hasta legar a la plena manifestación: El Mesías
“soy yo, el que
habla contigo”. El agua
se convierte en un manantial de vida, signo del don de Dios, del amor del Padre
que nos justifica y salva por Cristo y el Espíritu. Agua y Espíritu están en
nuestra referencia bautismal para regeneración recorriendo con ilusión y alegría
el itinerario cuaresmal, preparación al misterio pascual de muerte al pecado y
vida con el Señor resucitado.
Para el corazón humano, sediento de felicidad y liberación total, como la
Samaritana, con vacío interior, fruto de la ausencia de valores auténticos, el
don de Dios es sanación de esa sed porque es amor, comprensión, oferta de
libertad y serenidad en el vivir. Sediento de verdad y felicidad fue Agustín de
Hipona, y cuando encontró el don de Dios, de lo íntimo de su ser salió esta
confesión que manifiesta la transformación de su vida: “Me hiciste, Señor, para
ti e inquieto estará mi corazón mientras no descanse en ti”.