Domingo de Ramos, Ciclo A
Mateo 26, 14--27, 66:
“¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

 

Comentario:

La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén es un signo mesiánico, una acción que expresa el contenido salvador de la vida de Jesús: la plenitud de la salvación anunciada en el Antiguo Testamento.

Jesús es un rey pacífico que viene a salvar desde la humildad y sencillez, la mejor actitud para la entrega desde el amor, no para la imposición. Su poder está en la verdad y en la fidelidad a su misión salvadora. En su comprensión y respeto a todos. En su perdón y su misericordia.

“Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: ¿Quién es éste?”. Al comenzar la Semana Santa, en la que realzamos la figura de Cristo en las celebraciones litúrgicas, destacándola más en los desfiles procesionales, la pregunta que resonaba en Jerusalén, tendríamos que hacérnosla nosotros: “¿Quién es éste?”

Las celebraciones de estos siete días es la melor respuesta a esa pregunta si sabemos vivir desde la contemplación agradecida y no distraídos por el espectáculo religioso en las calles y plazas de los pueblos y ciudades. El dolor y sufrimiento plasmados en las imágenes sangrantes de Cristo, las lágrimas de nuestras Vírgenes dolorosas, hablan de manera clara e inequívoca respondiendo a nuestro interrogante.

No es lo que el Padre, justamente ofendido por nuestros pecados, exige para salvarnos. No es el precio a pagar a un Dios justiciero, acreedor implacable al que hay que saldar la deuda contraída con Él. El Dios que nos revela Jesús es el Dios del amor y que sabe perdonar gratuitamente. Que, siendo nosotros pecadores, nos entrega, por amor, a su Hijo ofreciéndonos la salvación (cfr. Rom 5,8).

Dios no quiere el sufrimiento de su Hijo, ni el de nadie. Entonces, ¿quién ha querido la cruz?

En la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén no todos clamaban llenos de entusiasmo y alegría. Hubo quieres querían acallar esas aclamaciones:
“Maestro reprende a tus discípulos” (Lc 19,39). Los que contemplan el signo con sencillez y corazón limpio entienden el gesto de amor y reciben su eficacia salvadora. A los que les falta la sencillez y un corazón bueno rechazan a Jesús, no aceptan su reinado de amor, justicia, verdad y libertad, su proyecto, su gran ilusión como salvación radical para todos los hombres. Lo que el Padre quiere no es que matan a su Hijo, el amado, sino que ese Hijo tan querido lleve su amor a toda la humanidad hasta las últimas consecuencias. Dios no quiere la cruz y tampoco puede evitarla, tendría que destruir la libertad del hombre y negarse a sí mismo como Amor.

El dolor, el sufrimiento, la muerte violenta es obra del hombre movido por el egoísmo, la ambición, el engaño y el afán de dominio. Dios que no quiere el sufrimiento y la sangre no se detiene ante la tragedia de la cruz, acepta el sacrificio de su Hijo sólo por el amor infinito a los hombres. Por eso los hombres, al menos los cristianos que celebramos la Semana Santa, tendríamos que preguntarnos: ¿Por qué causamos dolor y sufrimiento? ¿Qué buscamos con ello?

Tal pregunta, hecha desde la sinceridad del corazón, se haría luz para ver, sin ambigüedad, el don, el mensaje, la fuerza y el amor que nos ofrece la Cruz de Cristo, anticipo del vivir con gozo y esperanza la alegría pascual.