Viernes Santo
Juan 18, 1-19, 42: “Cuando me levanten de la tierra, tiraré de todos hacia mí”.Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal
Comentario:
El mismo Jesús nos explica el sentido
de esta frase: “Decía esto
dando a entender cómo iba a morir” (Jn 12,33).
En la liturgia de este día se nos invita, por tres veces:
“Mirad el árbol de la cruz”.
Se nos dice mirad, es decir, contemplar, dejarse penetrar vivencialmente de la
cruz para que sea acogida “como portento de
Dios y sabiduría de Dios”, y no escándalo o
locura como les sucedió a los judíos y gentiles (cfr. 1 Cor 1, 24-25). La cruz
portento y sabiduría de Dios porque la cruz dejó de ser patíbulo ignominioso
para ser salvación por ser fuerte expresión de un gran amor:
“No hay amor más
grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13).
Quien mira, de verdad la cruz y la contempla con sencillez y gratitud siente el
tirón que le acerca a Cristo y le hace solidario con el hermano, especialmente
con el que sufre.
La cruz de Cristo habla del amor de Dios, gran prueba de ese amor:
“Cristo murió por nosotros
cuando éramos aún pecadores; así demuestra Dios el amor que nos tiene” (Rom
5,8).
No es que Dios quiera la muerte de su Hijo y precisamente en la cruz. Sería un
dios sádico. El Padre no quiere que se cometa crimen alguno y menos contra su
Hijo, el amado. La cruz es obra de los hombres al rechazar a Jesús y no aceptar
su reinado de justicia, de verdad, de fraternidad. Jesús lleva su amor, desde la
fidelidad al Padre y su amor a los hombres, hasta las últimas consecuencias.
Si Dios es “amor crucificado”
hace suyo el grito y el dolor del hombre y la mujer que sufre. La gran
revolución religiosa llevada a cabo por Jesús es haber abierto a los hombres
otra vía de acceso a Dios que no fuera sólo la sagrada o la del cumplimiento de
unos mandamientos. Esa nueva vía es la relación con el prójimo:
“Tuve hambre y me disteis de comer,
tuve sed y me disteis de beber… Cada vez que lo hicisteis con un hermano mío, de
esos más humildes, lo hicisteis conmigo”· (Mt 25, 35.40).
Hoy la cruz la tenemos muy cerca de nosotros, no por llevarla colgada del cuello
o procesionada por nuestras calles, sino que está en todo el que sufre: enfermo,
marginado, drogadicto, explotado, emigrante, hambriento… El Vía Crucis es
interminable. La gran crueldad son esos pueblos llamados “Tercer mundo”, “países
subdesarrollados” por la explotación e injusticia, y por nuestra insensibilidad
y falta de amor solidario.
“Mirad el árbol de la cruz donde
estuvo clavada la salvación del mundo”.
Desde esa mirada se nos invita a la adoración y al agradecimiento. Pero corremos
el riesgo de habernos acostumbrado a la cruz convertida en valiosa joya, en
adorno de coronas de reyes, en condecoraciones para lucirlas en grandes
ocasiones, o como amuleto que puede traer suerte y liberar de males.
El dolor del que sufre, el grito que desgarra es un fuerte toque de atención
para mirar la cruz superando toda deformación. En la cruz está la salvación pero
no de una manera mágica, sino dejando que ella ilumine, interpele, y nos
fortalezca desde el amor que en ella se manifiesta. Desde la Encarnación el
camino que conduce a Dios y lleva a la salvación pasa necesariamente por el amor
al hermano, al pobre, al que sufre, al necesitado por aquello que leemos en la
primera carta de san Juan:
“El que diga: Yo amo a Dios, mientras odia a su hermano es
un embustero, porque quien no ama a su hermano a quien está viendo, a Dios, a
quien no ve, no puede amarlo” (1 Jn 4,20).
San Ignacio de Loyola, al terminar la meditación de los pecados, invita al
ejercitante a la contemplación de la cruz, y desde esa contemplación
preguntarse: ¿Qué he hecho por Cristo? ¿Qué hago por Cristo? ¿Qué debo hacer por
Cristo? Sin duda que no hablaba de memoria, sino de su experiencia porque en la
Cruz encontró la salvación.