Solemnidad de la Ascensión del Señor
San Mateo 28, 16-20: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

 

Comentario:

 “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días”

Dentro de la Cincuentena Pascual celebramos la Ascensión del Señor. La palabra ascensión nos evoca subida hacia arriba perdiéndose de vista en la estratosfera. Jesús resucitado no subió al cielo en el sentido literal de la palabra, porque Dios no vive en los espacios siderales más allá de las nubes. Más exacto es hablar de glorificación o exaltación como Señor a la gloria del Padre. Así lo expresa el himno de Filipenses:
“Se despojó de su rango… se abajó obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo… y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor” (Fil 2, 5-11).

Celebramos la exaltación de Cristo a la gloria del Padre constituyéndolo Señor del universo y de la historia, Cabeza de la nueva humanidad y de la Iglesia que es su Cuerpo, como expone Pablo en la segunda lectura.

Dios al resucitar a Cristo confirma que Cristo tenía razón, que el camino trazado por El es el verdadero camino, que la vida tiene que ser vista como la vio El, que nos tiene que gustar lo que le gustó a El y tenemos que rechazar lo que Jesús rechazó. La exaltación es la culminación de toda su acción salvífica como triunfador, desde la obediencia y entrega, sobre el mal, el pecado y la muerte. Jesús, ascendido al cielo, vive la plenitud de vida en Dios, vive con Dios gozándolo y poseyéndolo para siempre.

Cristo exaltado, hecho Señor, es la garantía de la promesa que esperamos. En el prefacio de la misa rezamos: “No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino”.

La perfección del hombre es concebida como una superación, un progreso, una maduración. Perfeccionarse es dar pasos adelante teniendo presente la meta que queremos alcanzar. Pero la esperanza no es una mera lejanía que se intuye, sino que es un quehacer, un compromiso actual.

La ascensión de Cristo nos revela nuestra meta como un don de Dios y es garantía de la promesa que esperamos. El lo afirma claramente:
“La casa de mi Padre tiene muchos aposentos… cuando yo vaya y os lo prepare, volveré para llevaros conmigo; así donde esté yo, estaréis también vosotros” (Jn 14, 2-3). Es, a la vez, proyecto inmediato de acción, una tarea sin dilación: “¿Qué hacéis mirando al cielo?”, “Id y haced discípulos” sabiendo “que yo estoy con vosotros todos los días”. Tarea avalada por su presencia.

Este es el secreto que alienta y sostiene al verdadero creyente y a la Iglesia. Cristo resucitado, compañero inseparable, disipando las angustias y temores y recordando que Dios es alguien próximo y cercano. Infundiendo en lo más íntimo del corazón que el amor, no la mentira, la violencia y el egoísmo, es la energía que hace vivir al hombre con una vida fecunda. El está con nosotros para no dejarnos dominar por el mal, el engaño o la tristeza, contagiando la seguridad de que ningún dolor es irrevocable, ningún fracaso es absoluto, ningún pecado es imperdonable. En El tenemos la seguridad que el bien y el amor triunfarán.

La ascensión es para Cristo la exaltación y glorificación. Para nosotros la garantía de que nuestra vida tiene sentido y está orientada hacia una meta que nos hace caminar día a día, llenos de vida y de esperanza.