Solemnidad de Pentecostés
San Juan 20, 19-23: “Exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

 

Comentario:

 Terminamos la Cincuentena Pascual con la fiesta de Pentecostés. Aquel día, según la tradición cristiana, marcó el comienzo de la Iglesia, no tanto como institución, sino como Comunidad de hermanos que se comprometen a continuar la obra de Jesús. Impulsados por el Espíritu de Jesús, llevaron por todo el mundo conocido el Evangelio. Hasta nosotros ha llegado por la fuerza de aquel impulso y nos sigue lanzando a continuar la acción evangelizadora para que llegue la “buena noticia a toda la humanidad” (Mc 16,13).

El viejo relato de la creación describe la aparición del hombre: “El Señor Dios modeló al hombre de barro de la tierra. Luego sopló en su nariz aliento de vida. Y así el hombre se convirtió en un viviente” (Gen 2,7). En Pentecostés “de repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban… Se llenaron todos de Espíritu Santo” (Act 2, 2.4). Una nueva creación.

Hablar del Espíritu Santo como la tercera persona de la naturaleza única de Dios es típico del lenguaje de una mentalidad griega. Lo que interesó a Israel no fue lo que es el Espíritu sino cuál es su actuación, descubriendo que el Espíritu va más allá de las fuerzas el hombre. Del barro nace un ser viviente. De unos miedosos y cobardes discípulos salen apóstoles intrépidos capaces de dar la vida por la causa de Jesús. El Espíritu de Dios movió a Jesús y ese mismo Espíritu, fuerza y vida de Dios, continua vivo entre nosotros fortaleciendo nuestra entrega, capacitando el vivir en comunidad, impulsando a compartir los bienes, afrontando con coraje y esperanza las contrariedades y dificultades de la vida y alentando a una evangelización viva y actual.

El Espíritu, dinamismo misterioso de la vida íntima de Dios, es el regalo que el Padre nos hace en Jesús: “Recibid el Espíritu Santo”. Nos abre a una comunicación nueva y más profunda con Dios, nos hace hijos (cfr. Rom 8, 15), con nosotros mismos infundiéndonos “amor, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad, sencillez y dominio de si” (Gal 5, 22-23), y con los demás rompiendo barreras que nos dividen y enfrenta al ser bautizados “con el único Espíritu para formar un solo cuerpo” (1 Cor 12,13). Nos da una transparencia interior, una confianza en nosotros mismos enseñándonos a estar atentos a todo lo bueno y sencillo, con una atención fraterna volcados hacia los más necesitados. Nos hace renacer constantemente a pesar del desgaste por el pecado y el deterioro del vivir diario. Nos libera del vacío interior llenándonos de sus dones. Nos infunde un gusto nuevo por la existencia y nos ayuda a encontrar armonía y paz a pesar de lo duro de la vida.

El Espíritu hace que los pies de barro puedan caminar, que los ojos de barro vean la luz, que las manos de barro se abran con generosidad al hermano, que el corazón de piedra se transforme en uno de carne, porque hay un aliento que hace vivir de manera nueva. Es el aliento de Dios, su Espíritu dador de vida.

Celebrar Pentecostés no es esperar un “ruido del cielo, como un viento impetuoso”, ni “unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno”. Es abrir el corazón para acoger, con fe sencilla y atención interior, el don de Dios, y mantenerse en esa actitud desde la súplica humilde y confiada en y con la Iglesia: Ven, Espíritu divino, entra hasta el fondo del alma, sana el corazón enfermo, reparte tus siete dones y danos tu gozo eterno.