Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo
San Juan 6, 51-58: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

 

Comentario:

 “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”

Ya no podemos decir aquello de que hay tres jueves en el año que relucen más que el sol, porque dos de las solemnidades las celebramos en domingo. Aunque no podamos mantener ese dicho popular, las tres solemnidades siguen reluciendo con luz propia en cualquier día de la semana.

El Corpus tiene una luz que brilla con fuerza y esplendor porque celebramos el Amor de los amores.
“Había amado a los suyos que vivían en el mundo y los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). En el marco de la Última Cena dos gestos subrayan ese amor sin límites: el lavatorio de los pies, actitud de servicio incondicional, y la institución de la Eucaristía: mi Cuerpo entregado por vosotros, mi Sangre derramada por todos para el perdón de los pecados. Tomad, comed, bebed todos. Entrega, donación plena cargada de gratuidad desafiante: “Haced lo mismo en memoria mía”.

La Eucaristía es algo más que un rito, una ceremonia. No basta realizar correctamente los ritos litúrgicos según las normas establecidas. La Eucaristía es comer la Carne y beber la Sangre de Cristo estrechando así una unión transformante con el Señor, que ha venido
“no para juzgar al mundo, sino para que el mundo por El se salve” (Jn 3,16). Salvación no entendida en el más allá, sino ya aquí “empezando una vida nueva” (Rom 6,5). Es comer y beber sentándonos en torno a la misma mesa: “Como hay un solo pan, aún siendo muchos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (1 Cor 10,17), para construir la fraternidad; para que llegue a ser realidad lo que rezamos en la Plegaria Eucarística V/b: “Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”

La Eucaristía no puede ser una coartada religiosa tranquilizante de la conciencia por haber cumplido con un precepto, sino que ha de impulsar a vivir día a día en el seguimiento fiel de Jesús. Cuando la Eucaristía no es un lugar de un amor confesado y compartido y no lanza a los creyentes al mundo para que den en él testimonio evangélico, había que recordar la dura advertencia de san Pablo a la Iglesia de Corinto:
“El que come del pan y bebe de la copa del Señor sin darle su valor tendrá que responder del Cuerpo y de la Sangre del Señor” (1 Cor 11, 27).

Comulgar con Cristo ritualmente sin esforzarse por comulgar con el hermano siendo sensibles ante los crucificados que siembran de dolor nuestro mundo, es desvirtuar la Eucaristía que actualiza la pasión, muerte y resurrección de Cristo para luchar contra tanta “pasión” fruto de la injusticia y el egoísmo. Celebrar el sacramento del amor es comprometerse a desterrar nuestros egoísmos cultivando más la solidaridad y la amistad. Darnos en la celebración eucarística, la paz del Señor y no trabajar por eliminar del corazón sentimientos de odio y actitudes de exclusión es caer en un puro teatro.

Día del Corpus, día por antonomasia de gratitud, adoración y alabanza al Santísimo Sacramento. Actitudes que han de brotar de lo más íntimo del corazón no quedándose en cánticos entusiastas, ni en espléndidas procesiones, sino sintonizando, de verdad, con los sentimientos de Cristo (cfr. Fil 2,5), potenciando y dando auténtico valor a las expresiones de gratitud, adoración y alabanza.

Día del Corpus, día de la caridad y de la unidad eclesial. Retos difíciles que chocan con nuestros egoísmos e individualismos. En toda Eucaristía hay signos de amor y comunión fraternal: la asamblea reunida, la oración y alabanza común, padrenuestro, el gesto mutuo de la paz y, sobre todo, la participación del mismo pan en la mesa común del Señor. Es un día de revisar si, de verdad, “comemos” a Cristo para que, en expresión de san Agustín, nos transformemos en el alimento que tomamos en amor y comunión eclesial.