XIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 11,25-30: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal  

 

“Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”

Nos encontramos con una de esas oraciones de Jesús recogidas en los evangelios. Oración de bendición y de acción de gracias por algo tan sencillo y al mismo tiempo tan revelador. Dios no es asunto de un estudio concienzudo, de un riguroso raciocinio. Se trata de comprender el sentido de la obra de Jesús, de ver en ella la actividad del Mesías. La revelación del Mesías podía haberse hecho de manera deslumbradora y autoritaria. Sin embargo, el Padre ha querido hacerla depender de la disposición del hombre. Es la limpieza de corazón, la ausencia de todo interés torcido, lo que permite discernir en las obras que realiza Jesús la mano de Dios.

Jesús y todo lo que realiza es la manifestación de Dios mismo y de su voluntad salvífica que lo hace no como “enseñar una lección”, sino como una comunicación movido de amor y hablando a los hombres como amigos para invitarlo y recibirlos en su compañía (cfr. Vaticano II D.V. 2). En el trasfondo del dicho de Jesús los sabios y entendidos no captan el sentido de la obra de Jesús porque su insinceridad inutiliza su ciencia, impidiéndoles aceptar las conclusiones a las que su saber debería llevarlos. Los sencillos no tienen ese obstáculo y pueden entender lo que Dios les revela.

El anuncio de Cristo sobre el reinado de Dios, sobre el amor del Padre y su plan de salvación, sobre la paternidad de Dios y la fraternidad humana, sobre el valor de lo pequeño y la acogida generosa, sobre la búsqueda del pecador y el gozo de encontrarlo, no se comprenden por vía de sabiduría humana, sino por revelación de Dios acogida con gratitud y sencillez. No es más y mejor creyente el sabio y entendido, sino el que vivencialmente acoge las cosas de Dios e intuye su voluntad no como una carga, sino como camino de liberación y salvación.

En esta línea va el
“dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios” (Mt 5,8). Es el saber de los limpios de corazón. La fe en Dios es una sabiduría superior que da acceso a un conocimiento vivencial, experiencia de Dios, fruto de una relación íntima y personal que es vida y vida que lleva a plenitud (cfr. Jn 10,10).

La acogida atenta y agradecida de la Palabra; la escucha de la voz de Dios en la oración y en la conciencia; leer los acontecimientos de la vida como manifestaciones de Dios; abrirse al hermano, hijo de Dios son cauces por los que Dios se manifiesta, porque no lo hace espectacularmente en el huracán, ni en el temblor de la tierra, ni en el fuego, sino en el susurro de una brisa suave como intimidad de su trato y cercanía (cfr. 1 Re19, 11-12).

Acoger a Dios y su amor en el corazón es alivio y descanso en medio de tanto cansancio y agobio.
“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados”. Descansar es reconciliarse con la vida, disfrutar de manera sencilla y entrañable de la existencia, procurar la paz en el corazón y reencontrarnos con nosotros mismos. Salir de nuestros egoísmos y abrirnos a la vida y a las personas. Mirar con ojos limpios y desinteresados a la gente, liberando el corazón de angustias egoístas, de insensatas complicaciones que creamos sin necesidad.

El secreto para ese descanso nos lo da Jesús:
“cargar con mi yugo que es suave” porque es amor de Dios desbordante, rompiendo ataduras que esclavizan y uniendo en ese amor personal y gratuito. Aprender las lecciones fundamentales de la mansedumbre y la humildad de corazón, características en Jesús y, por tanto, aprendizaje obligado para sus seguidores.