XVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 13, 24-43: “El reino de los cielos se parece a un hombre que
sembró buena semilla en su campo”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal  

 

“El reino de los cielos se parece a un hombre que
sembró buena semilla en su campo”

Tres sencillas parábolas, muy conocidas, sobre el Reinado de Dios se nos ofrecen hoy a nuestra consideración y que ayudan a revisar nuestra vida de creyentes.

El trigo y la cizaña crecen juntos en el mismo campo. Es imagen de la realidad en que vivimos. Hay cosas buenas y cosas malas en nuestro mundo y en nuestro corazón, y entremezcladas. Siendo realistas no soñemos con un mundo perfecto donde nada encontremos que pueda desviarnos en el obrar el bien, ni tampoco creer que ninguna zona de sombra alberga nuestro corazón. Hoy se siembra la cizaña a manos llenas bajo la mirada de todos, a la luz del sol y no de noche
“mientras la gente dormía” como nos dice la parábola. Esta realidad no debe asustar, ni desanimar. Es así.

Una y otra vez caemos los cristianos en la tentación de querer separar el trigo de la cizaña creyéndonos, cada uno, trigo limpio. La increencia, el laicismo, el querer encerrar la fe en los templos como asunto meramente privado, es una realidad que avanza a pasos agigantados. Tener altibajos, equivocarnos dejándonos llevar del egoísmo, la pereza, buscando lo fácil y el placer, es una realidad que nos acompaña siempre, por lo que lo bueno y lo no tan bueno lo tenemos entremezclado en el corazón. La reacción es, muchas veces, de amarga queja y desaliento contra nosotros mismos, y de dura condena contra quienes, por razones diversas, se han alejado de la fe y de la Iglesia. Ni el desencanto, ni el escándalo, ni la turbación, ni la condena es la única reacción ante esta situación. Sí una ocasión que nos ayude a entender y vivir mejor nuestra propia fe.

La fe no es algo que se tiene sostenida por unas fórmulas y ritos recibidos como herencia dificultando la transformación por la fuerza del cristianismo, sin dar pasos entusiastas y decisivos en el seguimiento de Jesucristo. Sintiéndose felices propietarios de la verdad, no se busca el abrirse día a día más al misterio amoroso de Dios. La fe no es algo que se posee, sino una vida que crece en nosotros, como la semilla pequeña que se hace
“un arbusto más alto que las hortalizas”, o “la levadura que fermenta toda la masa”. La fe es orientación de toda la vida hacia Dios; búsqueda constante de la verdad y del amor; crecimiento interior bajo el impulso del Espíritu. Creer, aceptar a Cristo y caminar tras sus pasos.

El hecho que haya hombres y mujeres que pueden vivir sin creer en Dios nos descubre que somos libres al creer, que la fe no se impone, sino que es un acto de mi libertad. Como consecuencia de esa libre decisión hay que estar más atentos a la luz que irradia de la fe y ser más exigente al confesarla y vivirla, porque solo así encontraremos fuerza para convertirnos y renovarnos. Por otra parte no pocas veces los increyentes rechazan un Dios ridículo y falso que no existe pero que puede deducirse de la vida de los que nos decimos creyentes. Son de mucha actualidad estas palabras del Concilio Vaticano II: “En esta proliferación del ateismo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido en educar su fe o por una exposición deficiente de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión” (GS 19).

Sobresale en la parábola el contraste entre la actitud de los criados:
“¿Quieres que vayamos a arrancarla?”, y la del amo: “No... Dejadlos crecer hasta la siega”. Es nuestra precipitación constituyéndonos en jueces inexorables, y la paciencia y tolerancia de Dios, que concede siempre un plazo, una nueva prueba, una nueva posibilidad de redención, según aquello que leemos en la primera lectura: “Obrando así enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano y diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento” (Sab 12, 19).

Una fe que crece en la dificultad, apoyada en la bondad, paciencia y comprensión de Dios, es la que será un arbusto más alto que las hortalizas, capaz de transformar con la fuerza de la levadura que fermenta la masa.