XVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 13:44-52:
“Vende todo lo que tiene y compra el campo”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal  

 

“Vende todo lo que tiene y compra el campo”

El tesoro escondido, la perla de gran valor provocan una decisión radical. Todo lo que se tiene no merece la pena comparado con ellos. Por eso se vende todo para comprar un hallazgo incalculable.

Así habla Jesús del Reino de Dios. Jesús no enseña una doctrina, anuncia un acontecimiento, la intervención de Dios en la historia de la humanidad porque le preocupa liberar a la gente de cuanto la deshumaniza y le hace sufrir. Intervención decisiva de Dios que, en Cristo, actúa como fuerza liberadora al alcance de todos los que la acojan con fe. La llegada del Reino de Dios es algo bueno. Dios se acerca porque es bueno, y es bueno para nosotros que Dios se acerque. Ante esta cercanía hay que adoptar una postura radical.

Esta actitud, reflejada en estas parábolas, puede parecer utópica, o más bien de fantasía. En nuestra dimensión cristiana solemos ser más “prácticos”. Decimos: no es para tanto. No acabamos de entender el Evangelio, lo vemos exigente, haciendo incómoda la vida y pesada la existencia. Cristianos que nunca han creído con entusiasmo, apoyando su fe en una doctrina o en la organización de la Iglesia, pero en cuyas vidas no se nota gozo ni sorpresa, porque nunca han descubierto, por propia experiencia, el Evangelio como el gran secreto de la vida. Para muchos Dios es una palabra gastada, algo lejano y nebuloso. Por eso sorprende que Jesús, en estas parábolas, presente el encuentro con Dios y con el Evangelio como experiencia gozosa, capaz de transformar a la persona cambiando por entero su vida:
“Vende todo lo que tiene”.

El que hace suyo el mandamiento del amor, experimenta a Cristo como hermano, escucha su Palabra haciendo suyos los sentimientos de Cristo, vive con sencillez la paternidad de Dios y la fraternidad, ése ha encontrado al auténtico Cristo, ha entendido bien el Evangelio, y ya nada le podrá separar de él. Ha encontrado el tesoro escondido.

Valorar este mensaje de salvación, y toda su fuerza liberadora, no es fruto de un momento emotivo, ni de un voluntarismo fanático. Es fruto de un discernimiento y de una sabiduría que hemos de pedir con sencillez y confianza a Dios, como lo hizo Salomón al comenzar a reinar:
“Dame, Señor, un corazón dócil, capaz de discernir el bien del mal” (1ª lectura).

Si el Reino de Dios es un tesoro que genera gozo desbordante, o una perla que no hay que dejar escapar, es también una exigencia radical que supone una renuncia porque vale la pena sacrificarlo todo para vivir con fidelidad el seguimiento de Cristo. Es tomar en serio el Evangelio para vivir el gozo de la salvación. Buscar a Dios, abrir el corazón a su amor, no produce tristeza ni amargura, sino que genera amor, alegría, paz, tolerancia, generosidad, lealtad, sencillez, dominio de sí (cfr. Gal 5, 22-23). Decía san Agustín: “Sólo lo que hace bueno al hombre puede hacerle feliz”.

El compromiso total que exige el Reino de Dios, no se hace por un esfuerzo de voluntad, sino llevados por la alegría de haber descubierto algo insospechado e incomparable. La renuncia a lo que se posee no es un acto ascético, sino consecuencia de un hallazgo que cautiva.

Contentos de haber sido llamados a entrar en el Reino de Dios celebramos la fiesta gozosa de la Eucaristía. Dios nos da en Cristo su Palabra, su perdón, su mensaje de esperanza, su amor. Llenos de gozo y agradecimiento decimos: “Bendito seas por siempre, Señor”.