XIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 14, 22-33: “Subió al monte a solas para orar”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal  

 

 

“Subió al monte a solas para orar”

Son varias las referencias que los evangelistas hacen de la oración de Jesús. Siente Jesús a menudo la necesidad de estar a solas con el Padre, sobre todo antes o después de algún momento importante.

Oración no de simple recitación de unas fórmulas o de la participación en unos ritos religiosos, sino de un “estar” con el Padre, siguiendo lo que leemos en el profeta Oseas: “Yo la voy a seducir: la llevaré al desierto y hablaré a su corazón” (Os 2,16), o lo que más tarde dirá san Juan de la Cruz: “Olvido de de lo creado, memoria del Creador, atención a lo interior y estarse amando al Amado”.

La oración como momento de sintonizar con Dios para mantenerse en el camino de su voluntad. Reconocer su amor y grandeza alabando su solicitud paternal. Suplicar su ayuda reconociendo la propia limitación y dificultad. Es una actitud fundamental que facilita la vivencia de la filiación como mejor relación con Dios.

La oración como alma de toda acción evangelizadora. Acción que parte de Dios, que en Jesús nos salva, que ha de ser sostenida por la gracia de Dios ayudando a superar las dificultades, transmitiendo la paz y el gozo de quien siente la cercanía amorosa de Dios.

“Subió al monte a solas para orar”. De siempre el espíritu del hombre ha necesitado el silencio para escuchar la voz de Dios. El silencio no es sólo un sedante para los nervios y un reposo pana nuestras facultades psíquicas, es también el clima habitual donde Dios se comunica. No en el viento huracanado, ni en el terremoto que rompe las piedras, si en el fuego devorador, sino en el susurro de la brisa penetrante y eficaz, como le sucedió al profeta Elías según leemos en la primera lectura de hoy.

La oración es el respirar del alma, fortaleza del espíritu, serenidad y confianza en medio de las más arduas dificultades. Orar es acercarse a Dios, hablarle con sencillez y confianza filial, comunicarse con Él. De ahí que la oración levante el ánimo, alegra el corazón, ilumina nuestro camino y nos ayuda a recorrerlo.

Jesús de la oración pasa a la acción. Los apóstoles viven momentos de angustias en la barca sacudida por el viento en medio del mar encrespado. Jesús se acerca “andando sobre las aguas”, como atributo propio de Dios como leemos en el libro de Job (Job 9,8). La reacción de los discípulos es de incredulidad, gritan creyendo ver un fantasma. Jesús les tranquiliza: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. Soy yo es la fórmula de identificación con que Dios se revela en el Antiguo Testamento. Pedro quiere cerciorarse mejor y pide a Jesús que le mande ir sobre las aguas. El “ven” de Jesús es una llamada a acceder a la condición de hijo de Dios. Pero siente miedo, esperaba que ese caminar sobre las aguas iba a ser sin obstáculos, olvidándose que el hombre ha de vivir como hijo de Dios en medio de la oposición y persecución del mundo, conforme a aquello de las Bienaventuranzas: “Dichosos vosotros cuando os insulten, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa…” (Mt 5, 11).

“Señor, sálvame”. A la súplica angustiada de Pedro, Jesús responde extendiéndole la mano. Estando con Jesús toda dificultad y resistencia se supera. Los de la barca reconocen que Jesús es “el Hijo de Dios” porque lo han visto cercano, comprensivo, y estando con Él
“amaina el viento”.