XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 21, 33-43: “Envió sus criados para percibir los frutos que le correspondían”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal  

 

 

“Envió sus criados para percibir los frutos que le correspondían”

La parábola, aunque va dirigida principalmente a los sumos sacerdotes y senadores del pueblo, es también para todo el pueblo de Dios, no solamente para sus dirigentes. Dios espera los frutos de su amor, y los espera de todos.

Es un resumen de la historia de la salvación, simbolizada en la viña tan cuidada por su dueño. Dios liberó “con mano fuerte y tenso brazo” (Dt 4,34) al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto. Lo acompañó y lo fue adoctrinando en toda la travesía del desierto. Establece una alianza con él. Envía profetas que advierten al pueblo de sus infidelidades a la alianza, invitándole, una y otra vez a restablecer su pacto de fidelidad con Dios. Este amor del Dios “clemente y compasivo” (Sal 103, 8) esperó que su viña “plantada de cepas exquisitas diera uvas, pero dio agrazones” (Is 5,2). Israel, pueblo mimado por Dios, no supo responder a tanto amor, mató a los profetas y el Hijo querido, por eso “arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo”.

El nuevo Pueblo de Dios, formado por los que el bautismo “sacó del dominio de las tinieblas para trasladándonos al Reino de su Hijo querido” (Col 1,13), también recibe constantemente muestras del amor de Dios: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único… para que el mundo se salve por El” (Jn 3, 16-18).

La parábola es un toque de atención. Somos la viña del Señor cuidada con mimo extraordinario. ¿Le puede suceder a la Iglesia y a cada uno de sus miembros lo mismo que le sucedió al antiguo Israel? ¿Puede defraudar las expectativas de Dios? El peligro es sentirnos seguros porque tenemos la Palabra de Dios, celebramos actos de culto, contamos con unos mandamientos, se fomentan devociones y asociaciones religiosas pensando que la fidelidad a Dios está así garantizada. Parece no necesitarse nada nuevo, ya lo tenemos todo y ¿qué más se puede pedir? En cierto sentido esta manera de proceder es como apropiarse de lo religioso y de lo sagrado, no produciendo frutos del Reino de Dios como la solidaridad, la fraternidad, el mutuo servicio, el perdón, la justicia a los más desfavorecidos. Es lo más peligroso que le puede suceder a una religión, encerrarse en sí mismo, no escuchar la voz de los de fuera, ni tampoco la interpelación que viene por la fuerza del Espíritu.

La parábola es una invitación a dar frutos según Dio para un servicio fiel y fecundo. La fe, el culto, la oración ha de plasmarse en frutos de humanidad y fraternidad, coparticipación y solidaridad, liberación y desarrollo auténticamente humanos. Es lo que necesita nuestro mundo de hoy, una Iglesia y unos cristianos que hagan realidad lo que pedimos en la Plegaria Eucarística V/b: “Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”.

La parábola intenta despertar la conciencia de que los cristianos formamos el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, viviendo los valores evangélicos que conforman el Reino de Dios, sabiendo que cuantas cosas hemos recibido de Dios no pueden tener otra referencia que la construcción de la fraternidad.

Para dar “uvas y no agrazones”, un amor fecundo, capaz de dar vida y hacer vivir a los demás, es el secreto de una buena cosecha, que será realidad apoyándose en la “piedra angular”, Cristo, el Señor resucitado y glorioso.