XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 22, 34-40: “Amarás al Señor tu Dios y a tu prójimo como a ti mismo”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal  

 

 

“Amarás al Señor tu Dios y a tu prójimo como a ti mismo”

Eran muchos los preceptos que tenía que observar el judío piadoso. Por eso no extraña la pregunta: “¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?” Se contabilizaban hasta 613 preceptos, de los cuales 248 eran prescripciones positivas, y 365 eran prohibiciones, tantas como días tiene el año. Un verdadero lío para saber, de verdad, a qué atenerse. Todos los preceptos no podían tener la misma importancia.

La respuesta de Jesús es clara y contundente. Lo simplifica todo y al mismo tiempo va al meollo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Esto es lo principal; pero “el segundo es semejante al él: amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Para el mandamiento del amor a Dios se remite al Shemá: “Escucha Israel…” que recita mañana y tarde, como plegaria, todo judío piadoso (Dt 6,5). Para el amor al prójimo, cita el Levítico 19,18.

Estos dos mandamientos que Jesús destaca poniéndolos en plano de igualdad y de importancia se perdían en la maraña de tantos preceptos. Jesús señala el amor a Dios y al prójimo como el centro esencial de la ley, algo olvidado por los escribas y fariseos, y que nosotros no lo tenemos siempre muy en cuenta. Jesús unifica los dos preceptos de manera que esa unidad es indisoluble. Más aún, Jesús nos dará un único mandamiento que el llama nuevo: “Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 13, 34).

El amor es lo que cuenta. Tanto el mensaje como el seguimiento de Cristo es fundamentalmente amor. Encontrarse con Dios en el amor a través de la fraternidad con nuestros semejantes. Jesús prima el amor como el marco, el contexto, la esencia de la entera Ley de Dios: “Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas”.

Para Jesús lo único importante y decisivo es que sepamos amar a Dios y al prójimo. El amor a Dios no consiste en cumplir unas determinadas normas, sino en la entrega radical de nuestro propio yo, una entrega total de nuestro ser liberándonos de nuestro egocentrismo. Esto es “amar con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu ser”. Cuando este amor se despierta en nuestro interior, Dios ya nos es para el hombre un ser lejano que impone leyes que hay que observar, sino un Padre cercano y amoroso que se desvive por sus hijos. Una muestra de los textos de la Biblia que avalan ese amor: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas lleguen a olvidar, yo no te olvido” (Is 49, 15). Dios es una presencia amorosa que vivifica y alienta nuestro ser y nuestro obrar. Una fuente de vida y libertad que nos empuja a amar con hondura la vida, las cosas, y sobre todos a los hombres y mujeres todos.

Este amor radical a Dios no nos aleja del amor concreto al prójimo. Todo lo contrario. Movidos por ese amor a Dios nos liberamos de nosotros mismos, de nuestros egoísmos e incomprensiones, acercándonos, con sencillez, al otro y aceptarlo como es, sabiendo perdonar en silencio y tender la mano con desinterés creando ambiente de fraternidad.

Olvidamos que amar es la única cosa importante en la vida. ¿Por qué no acertamos a construir una sociedad mejor, más justa, sin recurrir al engaño, la extorsión, la mentira y la violencia? Es amor lo que hace falta. Si falta el amor falta todo, olvidando la fuente más importante de vida y felicidad.

Jesús ha unido el amor a Dios y al prójimo. Si no vivimos el amor, si no somos capaces de amar de verdad, nuestra existencia no vive sino para ocuparnos de nosotros mismos o de cosas intrascendentes y sin vida. Se habla mucho de renovar nuestra sociedad, de reformar y cambiar la estructuras para solucionas problemas. ¿Por qué no preocuparse más de vivir de verdad el amor en su doble dimensión?