XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Conmemoración de los Fieles Difuntos
Juan 11, 17-27: “Yo soy la resurrección y la vida”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal  

 

 

“Yo soy la resurrección y la vida”

Coincide este Domingo del Tiempo Ordinario con la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. Coincidencia que no distrae de lo que, fundamentalmente, celebramos cada domingo, el primer día de la semana, el día del Señor: la Resurrección de Cristo. Porque al recordar a nuestros seres queridos difuntos y a todos los difuntos elevamos nuestra súplica y ofrecemos sufragios por su eterno descanso. La oración más sencilla y más repetida por los difuntos es: “Dales, Señor, el descanso eterno, y brille para ellos la luz perpetúa”. Desde la perplejidad ante el hecho de la muerte, proclamamos la Vida.

Es lo que hizo Jesús cuando acudió a Betania por la muerte de su amigo Lázaro. Marta se dirige a Jesús con cierto aire de reproche: “Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano”. A nosotros nos pasa poco más o menos lo mismo, y nuestra actitud a la vista de familiares o amigos difuntos, se identifica plenamente con la de Marte. Sentimos que la desaparición de personas que amamos sólo ha sido posible porque Dios no se ha preocupado: “Si hubieras estado aquí…”

En verdad no es así. La muerte pone de manifiesto nuestra condición de seres pequeños y limitados. No nacemos para morir. Pero si morimos porque nacemos criaturas, y no puede ser de otra manera. Tenemos ansias de vida, queremos vivir y el esfuerzo y trabajo del hombre va consiguiendo alargar la vida, mejorar el nivel de vida, pero antes o después está la muerte de manera inexorable. La vida que el ser humano transmite es la que tiene, pequeña y limitada. Otra cosa no puede hacer, porque nadie da lo que no tiene.

A ese deseo profundo de vivir, desde la fe, encontramos una respuesta: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”. Jesús es claro en su afirmación. Donde no puede llegar el hombre, Dios ofrece Vida, con mayúscula, no como una quimera sino como una realidad que se nos da porque Dios ama la vida, quiere la vida y la regala a sus criaturas “hechas a su imagen y semejanza” (Gen 1, 27).

Celebramos el día de los difuntos con una perspectiva un tanto distorsionada. El sentimiento nos encierra en una nostalgia y un recuerdo que nos sumerge en el pasado. Nos sentimos rotos quedándonos en lamentos y llantos. Recordar a los difuntos, desde la fe, es proclamar la vida, romper el cerco de la nostalgia, es afirmarse en lo que decimos en el Credo: “Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna”. La fe cambia por completo la perspectiva sobre la muerte, porque “la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y. al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”, rezamos en la liturgia de difuntos.

Esta luz de la fe no va en contra del dolor y las lágrimas al perder un ser querido. Son expresión de un amor entrañable. Jesús también lloró ante la tumba de Lázaro su amigo, y el comentario de los que le vieron llorar fue consolador: “¡Mirad cuánto lo quería!” (Jn 11,16). Pero en medio del dolor, llega la pregunta de Jesús después de haber afirmado: “Yo soy la resurrección y la vida… ¿Crees esto?” Ojala la respuesta sea como la de Marta: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías”, que ha venido, también, a “liberar a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos” (Hbr 2, 15-16).

Día de los difuntos. Día de oración ferviente, de recuerdo agradecido, pero, sobre todo, de reconocer el triunfo de los que ya han pasado a la casa del Padre, y de esperanza gozosa para los que seguimos peregrinando por la vida.