Coincide este Domingo del Tiempo Ordinario con la
Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. Coincidencia que no
distrae de lo que, fundamentalmente, celebramos cada domingo, el
primer día de la semana, el día del Señor: la Resurrección de
Cristo. Porque al recordar a nuestros seres queridos difuntos y a
todos los difuntos elevamos nuestra súplica y ofrecemos sufragios
por su eterno descanso. La oración más sencilla y más repetida por
los difuntos es: “Dales, Señor, el descanso eterno, y brille para
ellos la luz perpetúa”. Desde la perplejidad ante el hecho de la
muerte, proclamamos la Vida.
Es lo que hizo Jesús cuando acudió a Betania por la muerte de su
amigo Lázaro. Marta se dirige a Jesús con cierto aire de reproche:
“Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano”. A
nosotros nos pasa poco más o menos lo mismo, y nuestra actitud a la
vista de familiares o amigos difuntos, se identifica plenamente con
la de Marte. Sentimos que la desaparición de personas que amamos
sólo ha sido posible porque Dios no se ha preocupado: “Si hubieras
estado aquí…”
En verdad no es así. La muerte pone de manifiesto nuestra condición
de seres pequeños y limitados. No nacemos para morir. Pero si
morimos porque nacemos criaturas, y no puede ser de otra manera.
Tenemos ansias de vida, queremos vivir y el esfuerzo y trabajo del
hombre va consiguiendo alargar la vida, mejorar el nivel de vida,
pero antes o después está la muerte de manera inexorable. La vida
que el ser humano transmite es la que tiene, pequeña y limitada.
Otra cosa no puede hacer, porque nadie da lo que no tiene.
A ese deseo profundo de vivir, desde la fe, encontramos una
respuesta: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí,
aunque haya muerto vivirá”. Jesús es claro en su afirmación. Donde
no puede llegar el hombre, Dios ofrece Vida, con mayúscula, no como
una quimera sino como una realidad que se nos da porque Dios ama la
vida, quiere la vida y la regala a sus criaturas “hechas a su imagen
y semejanza” (Gen 1, 27).
Celebramos el día de los difuntos con una perspectiva un tanto
distorsionada. El sentimiento nos encierra en una nostalgia y un
recuerdo que nos sumerge en el pasado. Nos sentimos rotos
quedándonos en lamentos y llantos. Recordar a los difuntos, desde la
fe, es proclamar la vida, romper el cerco de la nostalgia, es
afirmarse en lo que decimos en el Credo: “Creo en la resurrección de
los muertos y en la vida eterna”. La fe cambia por completo la
perspectiva sobre la muerte, porque “la vida de los que en ti
creemos, Señor, no termina, se transforma; y. al deshacerse nuestra
morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”, rezamos
en la liturgia de difuntos.
Esta luz de la fe no va en contra del dolor y las lágrimas al perder
un ser querido. Son expresión de un amor entrañable. Jesús también
lloró ante la tumba de Lázaro su amigo, y el comentario de los que
le vieron llorar fue consolador: “¡Mirad cuánto lo quería!” (Jn
11,16). Pero en medio del dolor, llega la pregunta de Jesús después
de haber afirmado: “Yo soy la resurrección y la vida… ¿Crees esto?”
Ojala la respuesta sea como la de Marta: “Sí, Señor, yo creo que tú
eres el Mesías”, que ha venido, también, a “liberar a todos los que
por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos” (Hbr 2,
15-16).
Día de los difuntos. Día de oración ferviente, de recuerdo
agradecido, pero, sobre todo, de reconocer el triunfo de los que ya
han pasado a la casa del Padre, y de esperanza gozosa para los que
seguimos peregrinando por la vida.