XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Solemnidad de Cristo Rey

Mateo 25, 31-46:
“Cada vez que lo hicisteis con uno de mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal  

 

 

“Cada vez que lo hicisteis con uno de mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”

Ciertamente la Encarnación es un acontecimiento revolucionario. Creado el hombre a imagen y semejanza de Dios (Gen 1, 26), goza de la grandeza de ser la obra más querida de su Hacedor. Gozaba de una relación amistosa con Dios que se acercaba al hombre para pasear con él por el jardín a la brisa de la tarde (Gen 3, 8), siendo “la única criatura a la que Dios ha amado por sí mismo” (LG 24). Esto hay que afirmarlo de todo ser humano sin distinción alguna. Dios, como Padre, ama a todos por igual. En el proyecto de Dios esta tenía que ser la tónica de las relaciones humanas, un amor sincero basado en el ser y no motivado por el tener y el poder.

El primer pecado de la historia dio al traste con este proyecto de Dios, y el hombre pronto comenzó a marcar distinciones y diferencias origen de tantas vejaciones, explotaciones, discriminaciones a lo largo de la historia, siendo siempre la víctima el más débil e indefenso.

La Historia de la Salvación está marcada por la protesta de Dios ante el hecho de tanto enfrentamiento y sufrimiento, fruto de las desigualdades entre los seres humanos. “Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto… voy a salvarlo” (Ex 3, 7-8). La voz de los profetas una y otra vez denuncia la explotación del ser humano. Es la voz de Dios que clama desenmascarando las injusticias y buscando el amor y la igualdad entre todos.

Es cierto que en la Ley estaba como primer mandamiento el amor a Dios “con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt 6,5), y también como segundo el “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18). Pronto el prójimo se redujo al cercano, al amigo, al pariente. Tuvo Jesús que poner las cosas en su sitio cuando contestó al jurista que le preguntó: “¿quién es mi prójimo?” La respuesta de Jesús fue clara y contundente: hay que hacerse prójimo incluso del enemigo (cfr. Lc 10, 30-37).

Desde la Encarnación Jesús se identifica con el ser humano, y sobre todo con el más débil y desamparado. Ya no es amar al prójimo como a si mismo, sino amarle como amamos a Jesús: “Tuve hambre y me disteis de comer… cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Aquí está el secreto y la fuerza del Reinado de Dios, en el amor incondicional a todos con preferencia a los más débiles y marginados. Jesús declara “bendito de su Padre” a quienes ayudan al necesitado, acoge al extranjero, viste al desnudo o se acerca al enfermo y a quien está en la cárcel. Nuestra suerte se decidirá a partir de nuestro comportamiento práctico ante el sufrimiento ajeno, no tanto por los rezos, prácticas piadosas o algo por el estilo. El amor al necesitado no puede quedar reducido a dar dinero, porque no tiene sentido expresar nuestra solidaridad y compasión al necesitado con un dinero adquirido quizás de manera insolidaria. La limosna, en el sentido bíblico, significa hacer justicia, por tanto dar limosna equivale a hacer justicia en nombre de Dios a quienes no se la hacen los hombres. Hoy como siempre se nos pide dar un baso de agua a quien encontramos sediento. Pero se nos pide, sobre todo, trabajar para ir transformando nuestra sociedad al servicio de los más necesitados y desposeídos.

Jesucristo, Rey del universo, con un reinado real pero que no es “como los de este mundo” (Jn 18,36). No es un reino de poder, sino de amor; no es de privilegios, sino de igualdad; un reino de “la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz”, como rezamos en la liturgia de esta fiesta.

Desde la Encarnación el camino que nos lleva a Dios, a la felicidad plena, es el hermano, y sobre todo el necesitado, porque este es el orden que quiere establecer Jesús en nuestro mundo, su Reinado.