VII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Marcos 2, 1-12: “Hijo, tus pecados quedan perdonados”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

 

“Hijo, tus pecados quedan perdonados”

En el Evangelio aparecen frecuentemente unidos el pecado y la enfermedad. Para los judíos toda enfermedad tenía su causa en el pecado personal del enfermo o de sus padres. Jesús niega esa relación de causa-efecto. Lo dice claramente en el caso del ciego de nacimiento: “¿Quién tuvo la culpa de que naciera ciego, él o sus padres?”, le preguntan sus discípulos. La respuesta de Jesús fue contundente: “Ni él ni sus padres”.

La curación del paralítico, como milagro que es, aparece como signo al servicio del mensaje global de la escena. Jesús no es un simple curandero, sino el salvador del más serio mal que puede afectar al ser humano: el pecado. El mismo nombre de Jesús está indicando esa salvación: “Le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”, le dice el ángel a José cuando le revela el misterio de la Encarnación.

Ciertamente Jesús está cerca del que sufre curando tantas enfermedades. Pero su misión no era erradicar la enfermedad, sino renovar el corazón del hombre contagiado por el pecado.

No son pocos los que piensan que si Dios no existiese no habría mandamientos pudiendo hacer cada uno lo que quisiera desapareciendo, por tanto, el sentimiento de culpabilidad, el pecado. Esta manera de pensar supone que es Dios quien, con sus prohibiciones, frena nuestros deseos de gozar. La culpa es una experiencia muy personal, y todos hacemos en un momento u otro lo que no deberíamos hacer, actuando más de una vez por motivos oscuros y razones inconfesables. San Pablo lo reconoce con toda sinceridad: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rom 7,19). Este obrar por motivos no claros es en definitiva el pecado, que no tiene su origen en unos mandamientos, sino en un proceder no recto y transparente. De ello todos tenemos conciencia, aunque nos cueste reconocerlo.

Jesús ha venido a sanarnos de esta enfermedad moral ofreciendo el perdón de Dios: “Hijo, tus pecados quedan perdonados”. El Credo nos invita a “creer en el perdón de los pecados”, porque Dios es Padre amoroso, es perdón incondicional, aunque nosotros le convirtamos, a veces, en juez condenador, más preocupado por su honor que por nuestro bien.

El perdón de Dios no es simplemente quitar una o más faltas, como si fuera un poderoso detergente. Es un rehacer profundamente como hijo al pecador arrepentido a quien abraza queriéndolo con amor entrañable. Es una verdadera reconciliación restableciendo las relaciones filiales rehaciendo nuestra opción bautismal.

Ese perdón nos llega a nosotros a través de la Iglesia a quien, en la tarde de pascua, el Señor resucitado le entrega ese gran don pascual: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados” (Jn 20, 23), le dijo a los apóstoles.

Hemos de ser sinceros con nosotros mismos reconociendo que no siempre obramos rectamente. Al mismo tiempo tenemos que fortalecer nuestra fe en el perdón de Dios y en su misericordia, porque: “si nuestra conciencia nos condena, más grande que nuestra conciencia es Dios.” (1 Jn 3, 19-20)