Viernes Santo de la Pasión del Señor
Juan 18,1-19,42: “Y, reclinando la cabeza, entregó el espíritu”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal  

 

“Y, reclinando la cabeza, entregó el espíritu”

Los cuatros evangelistas no dicen: Jesús murió, sino exhaló el espíritu, expiró. Hablan de la entrega de aquella vida que siempre fue entregada, pudiendo con verdad decir: “Todo lo he cumplido”. Fue la última palabra de Cristo en la cruz.

Exhalar el espíritu recuerda aquel primer momento en que “Dios formó al hombre del polvo de la tierra, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gen 2,7). Fue el primer Adán fruto del espíritu de Dios. Cristo, con su muerte, alumbra al nuevo Adán como fruto del espíritu que exhala al morir sobre “el hombre viejo, crucificado con Él, para que se destruyese el individuo pecador” (Rom 6,6).

La cruz, con todo lo que encierra de ignominia y sufrimiento, es obra del hombre. Allí se dan cita el orgullo, la soberbia, la ambición, la mentira, la intolerancia, la envidia, el egoísmo… Todo lo que el hombre es capaz de hacer cuando se establece como la norma suprema de de lo que conviene o no conviene por su afán de poder y de dominar. Dios no exige sufrimiento y destrucción para reparar su honor ofendido, necesitando la muerte ignominiosa de un inocente, su propio Hijo, para salvar a la humanidad. Así se ha pensado muchas veces por el falso concepto de Dios y también para eludir la responsabilidad del hombre en el hecho doloroso de la cruz. Cruz que es tan actual hoy como entonces, por tantos miles de seres humanos que sufren y son aplastados víctimas de las injusticias de sus semejantes.

Contemplar la cruz de Cristo es reconocer la obra sangrienta de tantas ambiciones y violencias que ensombrecen la convivencia humana. Miremos con amor y gratitud a Cristo crucificado, pero sin olvidar que su muerte es causada por nuestro pecado. En el Crucificado no hay rencor ni venganza, sino amor y perdón: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). ¡Ojala! que ese perdón transforme nuestro corazón comprometiéndonos en desterrar tanto dolor y sufrimiento como vemos tan cerca de nosotros.

Tarea no fácil, pero Jesús, a su amor y perdón, une su Espíritu que nos lo entrega como única fuerza capaz de cambiar el corazón del hombre. Espíritu que recibimos ya en nuestro Bautismo infundiendo en nosotros una vida nueva que nos vincula fuertemente a Cristo y nos une en estrecha comunión unos con otros desapareciendo toda barrera de división porque “nos bautizaron con el único Espíritu para formar un solo cuerpo” (1Cor 12, 13). En la Confirmación el Espíritu se hizo presente y nos constituye en testigos de salvación (cfr. Act 1, 8). Nos asiste y guía para que caminemos por la verdad y la solidaridad, viviendo la sinceridad de nuestra fe con la valentía de quien se siente acompañado por la fuerza del amor y la vida.

Viernes Santo día de dolor y de esperanza. Contemplemos agradecidos manifestación tan grande de amor, porque en ella el perdón borra el pecado. Escuchemos atentos los gritos de los hermanos que sufren que nos lleven a trabajar para erradicar los sufrimientos que aplastan a tantos marginados. Confiemos en el gran don que Jesús nos hace al morir, su Espíritu, que fortalece y vivifica. En la liturgia de este día se nos invita a mirar la Cruz porque en ella está clavada la salvación del mundo. Mirémosla de verdad y de corazón digamos: “Tú me mueves, Señor; muéveme al verte clavado en una cruz y escarnecido, y te pido, pasión de Cristo confórtame.”