III Domingo de Pascua, Ciclo B.
San Lucas 24,35-48:
“Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal  

 

“Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona”

Este detalle, que aparece en dos ocasiones en las narraciones de las apariciones del Resucitado, no carece de importancia. Tomas insiste: “Tengo que verle en las manos esas señales de los clavos” (Jn 20,25). No sólo ver, sino tocar también para convencerse de lo que le decían los otros apóstoles: “Hemos visto al Señor” (Jn 20,25). Jesús mismo, para disipar las dudas de los suyos que “creían ver un fantasma”, acude a las señales de la crucifixión: “Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona”. Las primeras comunidades cristianas insisten en que Dios no ha resucitado a cualquiera, sino al Crucificado. “Vosotros los matasteis en una cruz. Pero Dios lo resucitó” (Act 2, 23-24). Afirma Pedro el día de Pentecostés.

Tal afirmación descubre que la resurrección proclama que Dios de la razón a quien está cerca de los pobres; ama y comprende a los pecadores ofreciéndoles su perdón; no cede ante las amenazas, la persecución y la muerte porque proclama la verdad; denuncia toda explotación del débil, siendo fiel hasta el final a su misión fortalecido por su confianza radical a Dios.

Al resucitar Cristo, el Crucificado, Dios no sólo manifiesta su poder sobre la muerte, sino que nos revela el triunfo de su amor y su justicia sobre el egoísmo y las injusticias que cometemos todos nosotros. En la cruz Dios guarda silencio porque respeta la libertad del hombre. Pero está cerca del que sufre, comparte hasta el final el destino de la víctima. En la resurrección Dios habla fuerte y actúa con toda su fuerza creadora a favor del Crucificado. La última palabra la tiene Dios.

El sufrimiento de muchos en nuestro mundo es una realidad lacerante. Las víctimas del egoísmo y las injusticias de miles y miles de seres humanos es una realidad que mancha de sangre la historia. Muchos son los maltratados por la vida o crucificados por los hombres. El cristiano sabe que Dios está, de verdad, cerca del que sufre. La resurrección de Cristo es la gran palabra salvadora de Dios que se hace cercano y presente a los oprimidos. Esta presencia se hace realidad mediante los seguidores de Jesús viviendo el compromiso de defender a la víctima, luchando contra todo lo que mata y deshumaniza, siendo buenos samaritanos ayudando al maltratado injustamente. Obrando así el cristiano, no sólo canta el aleluya de la resurrección, sino que va resucitando a una vida lejos del odio, egoísmo y mentira.

Hay un segundo detalle en esta aparición del Resucitado que recuerda cuál es la fuerza para vivir como resucitados. Los apóstoles no acaban de salir de su duda y asombro. Jesús les dice: “¿Tenéis algo de comer?... Y comió delante de ellos”. Los relatos pascuales nos describen, con frecuencia, el encuentro del Resucitado con los suyos en el marco de una comida. El relato más significativo es el de los discípulos de Emaus, que reconocieron a Jesús “al partir el pan” (Lc 24,35). Partir el pan era como las primeras comunidades designaban la Cena Eucarística.

La Eucaristía es momento privilegiado para que abramos los ojos de la fe, y encontrarnos con el Señor Resucitado que nos alimenta y fortalece con su mismo Cuerpo y Sangre, estrechando más los lazos que nos unen al sentarnos juntos a la misma mesa y comer el mismo Pan. La Eucaristía debe ser para el creyente principio de vida e impulso de un estilo nuevo de resucitados. Necesitamos comulgar con Cristo resucitado para identificarnos más con su estilo de vida. Necesitamos revitalizar la comunión entre nosotros porque estamos demasiados divididos y, así, no podemos ser testigos de resurrección y eficaz ayuda para tantos que sufren por injusticias inconfesables.