XX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Juan 6, 51-58: “El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo”
Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal
“El pan que yo daré es mi carne, para la vida del
mundo”
Jesús afirma con toda claridad: “Yo he venido para que vivan y estén llenos de
vida” (Jn 10,10). Jesús quiere que vivamos y vivamos con “calidad de vida”.
Unas de las aspiraciones más profundas del ser humano es el vivir y vivir de la
mejor manera posible. Grandes han sido los esfuerzos que ha realizado el hombre
y sigue realizando para que esa aspiración sea una realidad. Se ha mejorado
mucho en la calidad de vida. Lástima que ésto no esté, aún, al alcance de toda
la humanidad.
Cuando hablamos de “calidad de vida”, hablamos, generalmente, de la calidad de
los productos, del bienestar, del disfrutar más y mejor de lo que tenemos a
nuestro alcance. Centrados en este modo de vivir, ¿de verdad nos lleva a una
mejor “calidad de vida”?. Se puede tener casi toda la calidad de vida que nos
ofrece la sociedad, y no saber vivir, y no vivir gozosamente. ¿No habrá que ir a
la raíz y descubrir un nuevo estilo de vivir, descubrir el misterio de la vida,
el secreto del equilibrio y de la felicidad? ¿No habrá que preocuparse más por
el ser que por el tener?
Los creyentes hemos de escuchar a Jesús que quiere, de verdad, que estemos
llenos de vida. El nos muestra un camino para una vida mejor: “Yo soy el pan
vivo bajado del cielo: el que come de este pan, vivirá para siempre”. Junto a
esta afirmación, otra: “El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo”.
Es Jesús mismo, su persona, quien se da en alimento, no en un sentido
antropofágico, sino de una unión vital simbolizada sacramentalmente por el pan y
el vino.
Jesús puede infundir en nosotros un deseo de vivir de manera nueva la vida, el
amor, las relaciones humanas, la esperanza. La unión vital con Cristo nos lleva
a los valores evangélicos más hondos: la sencillez, la sobriedad, la solidaridad
con todos, la acogida a los pequeños y débiles, la amistad sincera, el encuentro
gozoso con Dios.
“El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mi y yo en él…. El que me come
vivirá por mí”. La insistencia de Jesús es reiterativa, porque en esa unión,
como el alimento con quien lo ingiere, está el secreto de una vida con
horizontes nuevos de libertad, aspiraciones de generosidad, acrecentando nuestra
capacidad de aceptar los riesgos por la justicia y la paz.
La Eucaristía es, ciertamente, una comida compartida con los hermanos al
sentarnos a la misma misa y comer el mismo Pan. Esta dimensión tiene una fuerza
vital para mantenerse en esa nueva vida, de verdadera “calidad de vida”. Pero
esta comunión fraterna es insuficiente porque lo decisivo es la unión con Cristo
que se nos da como alimento. Cristo está presente en la Eucaristía no por estar
ahí como algo que nos desborda para que le adoremos, sino, sin olvidar la
adoración, está presente ofreciéndose como alimento que sostiene nuestra vida,
nuestro deseo de vivir.
Para vivir necesitamos comer y beber recibiendo misteriosamente la vida. Sin el
alimento perecemos. El pan es el símbolo de todo lo que significa para el hombre
la comida y el alimento. Jesús se nos da como Pan, como verdadera comida y
verdadera bebida, que alimenta nuestra vida sobre la tierra, nos invita a
trabajarla y mejorarla para todos, y nos sostiene mientras caminamos hacia la
plenitud de vida.
Pan bajado del cielo como gran regalo de Dios. Pan bajado del cielo, no hecho
desde el interés y la ganancia, sino desde el amor y la gratuidad. Pan bajado
del cielo, porque el de la tierra no nos puede dar la vida que nos llene de
verdad.