XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 7,31-37:
“Mirando al cielo, suspiró y le dijo: Ábrete”.

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal  

 

“Mirando al cielo, suspiró y le dijo: Ábrete”.

La Buena Noticia de Jesús no es sólo para despertar un sentimiento religioso, ni para mostrar unas pautas morales. Va enfocada a todo esto, pero buscando, también, orientar al hombre para que encuentre el auténtico sentido de su vida para realizarse como persona.

Todo lo que dice y hace Jesús proyecta una luz y una fuerza ayudando al hombre a conseguir la salvación ya aquí, aunque completa en el más allá.

El milagro de la curación del sordomudo se nos ofrece no para admirar un hecho prodigioso y singular, sino para descubrir una dimensión fundamental en el ser humano para su buena realización. El que es sordo es fácil que se encierre en sí mismo. El que es mudo encuentra dificultad para una buena comunicación viviendo aislado y en soledad.

El hombre es esencialmente sociable. El “no es bueno que el hombre esté solo” (Gen 2, 18) está indicando esa dimensión social del hombre imprescindible para su realización. La soledad no es buena compañera en la vida. Soledad por deseo de independencia por no estar atado por nada ni por nadie. Soledad porque uno se sienta marginado porque nadie espera nada de él. Soledad por vivir dominado por un activismo absorbente. Y tantas otras causas de soledad que se dan en la vida. Así no es fácil la comunicación hundiendo a la persona en el aislamiento, el retraimiento, distanciándose poco a poco de los demás encerrándose dentro de uno mismo.

El meter Jesús los dedos en los oídos del sordo y el mandato de “ábrete” es un signo de que debemos luchar para superar todo aquello que nos puede aislar de los demás sumergidos en la soledad. Abrirse a la aceptación del otro y al ofrecimiento de uno mismo. Romper toda barrera que dificulte la comunicación, conscientes de que todos tenemos algo bueno que dar y que todos necesitamos recibir.
Buscar tiempo y medios para liberarse del febril quehacer para gustar de una grata y reconfortante compañía gozando del afecto y la amistad.

Junto al “ábrete” del oído está el que “se le soltó la lengua”. No hay mejor manera de romper la soledad que la comunicación. El diálogo siempre es enriquecedor porque juntos podemos buscar la verdad. Cambiando impresiones se llega a solucionar dudas y situaciones difíciles. Se dice que hablando se entiende la gente porque la sencilla y sincera comunicación acorta distancias, nos ayuda a conocernos mejor, y manifestamos lo que sentimos y queremos. Hablar no es imponer lo que uno piensa, sino comunicarse y comunicar desde la escucha del otro.

Si el “ábrete” representa tanto en la vida social, también tiene algo que decir en el ámbito de la fe. “Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que lo confesara en la verdad y lo sirviera santamente” (LG 9). Con esta claridad expresa el Vaticano II la dimensión comunitaria de la fe. En el cristianismo no cabe el individualismo, el aislamiento, la soledad. La fe es siempre llamada a la comunicación y a la apertura, a vivir en comunión fraterna. El retraimiento y la incomunicación impiden su crecimiento. Es significativa la insistencia de los evangelio en destacar la actividad sanadora de Jesús que hacía “oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7,37), abriendo a la persona a la comunicación y a la confianza en Dios y al amor fraterno, fundamento y expresión de una fe verdadera.