XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 13, 24-32: “Mis palabras no pasarán”.Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal
Esta es una afirmación rotunda de Jesús que nos asegura que
el proyecto de Dios sobre el hombre tendrá un final feliz. Es verdad que este
proyecto, en el periodo de realización, no se lleva a cabo de manera fácil
porque el hombre, que es quien tiene que ejecutarlo, no siempre está a la
escucha de Dios y a la fidelidad de su Palabra. Pero al final será realidad lo
que dice Jesús: “Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).
Estamos al final del año litúrgico y en la lectura evangélica de esta domingo se
nos propone el discurso de las realidades últimas en un lenguaje simbólico de
matiz apocalíptico. Una interpretación literal de los textos nos lleva a
imaginar un final catastrófico como si todo tuviera que terminar de manera
violenta y trágica: “El sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor,
las estrellas caerán del cielo, los ejércitos celestes temblarán”.
El progreso, los avances tecnológicos van logrando un grado de bienestar no todo
lo positivo que tendría que ser, puesto que no llega a todos, y las injusticias
y el sufrimiento no desaparecen de la convivencia humana. Esas conquistas
alcanzadas fomentan una autosuficiencia como si el hombre se bastara por sí
mismo, y es el quien traza las coordenadas de una existencia que se orienta
hacia el bienestar no precisamente de todos.
Este mundo, obra del hombre tendrá un fin, que si se describe con imágenes
catastróficas, es para expresar que lo que el hombre ha construido pensando en
una permanencia inalterable, no tiene esa consistencia porque no deja de ser
obra de una criatura y no siempre movida por rectas intenciones, haciéndose
patente la fragilidad del ser humano, su incapacidad para construir un mundo más
digno y su impotencia para salvarse a sí mismo.
Para llevar a plenitud el plan de Dios, sin rechazar y destruir lo que el hombre
va construyendo a lo largo de la historia, “vendrá el Hijo del Hombre para
reunir a sus elegidos de los cuatro vientos” para que aparezca “un cielo nuevo y
una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían
desaparecido” (Apc 21, 1). Es necesario saber lo que debe desaparecer, pero es
más importante conocer lo que va a comenzar. Es un derrumbe de lo que es frágil
y caduco para comenzar algo nuevo, la plenitud del Reinado de Dios. El mensaje
de Jesús es de una claridad y firmeza increíble: “El cielo y la tierra pasarán,
mis palabras no pasarán”. Hay que seguir buscando el Reinado de Dios y su
justicia, hay que trabajar por el hombre nuevo, hay que seguir creyendo en el
amor.
El mensaje del evangelio es una clara llamada a la esperanza. “Cuando las ramas
de la higuera se ponen tiernas y brotan las yemas, es señal de que la primavera
está cerca”. Todas esas señales de tensiones, dificultades y desgracias, que son
manifestación de una purificación como el fuego purifica el oro, no debe
distraernos de la gran realidad: “que El está cerca, a la puerta”, no para
castigar y aniquilar, sino para salvar, aún más, para hacernos partícipes de su
compañía: “Mira que estoy a la puerta llamando: si uno me oye y me abre, entraré
en su casa y cenaremos juntos” (Apc 3, 20). No esperamos algo que no pueda ser,
porque nos apoyamos en la resurrección de Cristo, y a partir de este hecho hemos
de ver, desde la fe, la vida presente como en estado de gestación, como germen
de una vida que alcanzará su plenitud en Dios, de cuyas manos salimos. El
lenguaje catastrófico de este domingo en una clara llamada la puerta de nuestra
vida. A nosotros nos toca abrir con esperanza y gratitud.