III Domingo de Adviento, Ciclo C
San Lucas 3,10-18:
“Viene el que puede más que yo”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

Toda la liturgia de este tercer Domigo de Adviento es una llamada a la alegría. La antífona de entrada, las lecturas y el mismo salmo responsorial invitan a la alegría. El motivo lo ponen de manifiesto tanto el salmo como la segunda lectura: “Qué grande es el medio de ti el Santo de Israel”. “Estad alegres… El Señor está cerca”. El Bautista lo avalará con toda claridad: “El que viene puede más que yo”.

Los libros sagrados están llenos de manifestaciones de alegría. Algunos testimonios del Nuevo Testamento: En la anunciación, el saludo del ángel a María es una invitación a la alegría: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). El testimonio de María en su encuentro con Isabel es también de alegría: “Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador” (Lc 1, 47). Alegría que es anunciada por el ángel en la noche de Navidad, no sólo para los pastores, sino para todo el pueblo: “Os traigo una buena noticia, una gran alegría…Os ha nacido un Salvador” (Lc 2, 11). El motivo siempre es el mismo: la presencia y cercanía de Dios que nos salva. Por eso la alegría es una realidad palpable y exultante en el cielo cuando un pecador se convierte (cfr. Lc 15, 7.10). No digamos la explosión de alegría de los discípulos, encerrados por miedo a los judíos, en la tarde de Pascua: “Los discípulos se alegraron mucho de ver al Señor” (Jn 20, 20).

Se nos invita a la alegría porque “el Señor está cerca” (Fil 4,5). No se trata de ruido y alborozo superficial, sino de gozo profundo y alegría sincera que brota de un corazón convertido al Señor, en paz con El, consigo mismo y con los demás. Nace de lo más hondo de la persona y la impregna por entero. Da un brillo especial y una luz nueva a la existencia. Lleva a la persona a darse, abrirse, abrazar. El que vive con alegría no es indiferente a los sufrimientos de los demás. El dolor no le incomoda, le conmueve. La alegría emerge cuando aprendemos a vivir en la verdad y en el amor. Es señal de una vida vivida de manera sana desde su raíz. Frente a la depresión del mundo actual buscando sucedáneos de felicidad: consumismo, droga, sexo, alcohol, dinero, el cristiano ha de contagiar la auténtica alegría ante la vida, porque encuentra su satisfacción en la posesión de un bien conocido y amado.

Como los que escuchaban a Juan el Bautista, tenemos que preguntarnos: ¿Qué tenemos que hacer para vivir la alegría de la cercanía del Salvador y contagiarla a los demás?

Para vivir el gozo de la venida del Señor, hemos de profundizar en la conversión continua como actitud perenne. Conversión al amor y a la justicia: “El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene… No exijáis más de lo establecido… No hagáis extorsión a nadie”. Cuando se ahoga el amor y no se vive la justicia desaparece la fuerza que impulsa el crecimiento humano y la expansión gozosa de la vida.

Vivir alegres es vivir un espíritu evangélico de pobre, es decir, vacíos de si mismos, humildes, receptivos, abiertos a Dios y a los demás, sin egoísmos, amigos de compartir y dispuestos a ser enriquecidos con la aportación de los otros.

San Pablo nos exhorta a vivir la alegría: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres”. Esto mantendrá en perfecto equilibrio todo nuestro ser, “y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestro pensamientos en Cristo Jesús” (Fil 4, 7).

Hemos de confesar que no es nuestro punto fuerte el testimonio cristiano de la alegría contagiosa. Esta alegría de la salvación no es un bien para consumo privado; hay que testimoniarla, compartiéndola con los demás. No dejemos de preguntarnos: “¿Entonces, qué hacemos?”