IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
San Lucas 4, 21-30:
“Lo empujaron fuera del pueblo… con intención de despeñarlo”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

Pudo terminar en tragedia la intervención de Jesús en la sinagoga de su pueblo, Nazaret. Se apropió el pasaje de Isaías que había proclamado: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”.

La reacción, en un primer momento, fue de entusiasmo y aprobación: “Todos le expresaron su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios”. Había llegado quien los libraría de todos los males y solucionaría todos sus problemas. Un paisano con”tanta sabiduría y poder” es lo que necesitaban.

Jesús los desenmascara: “Sin duda me recitaréis aquel refrán: Médico, cúrate a ti mismo”, y pronto vio lo que podía esperar de sus paisanos: resistencia, escándalo y contradicción ante su situación libre y liberadora que resultaba demasiado molesta y acusadora. Aceptar al verdadero Dios no es agarrarse a quien puede solucionar los problemas, sino al que cambia el corazón para que la vida esté movida por el amor en su doble dimensión: hacia Dios y hacia el prójimo, y todo nuestro actuar sea desde la verdad y la responsabilidad.

Difícilmente un hombre que actúa con fidelidad a Dios será bien aceptado por quien vive de espaldas a El. Seguir de verdad a Jesús provoca, de alguna manera, la reacción violenta, la crítica y el rechazo de quienes, por diversos motivos, no están de acuerdo con un planteamiento cristiano en la vida.

Esto no fue sólo en tiempos de Jesús. Los profetas del Antiguo Testamento fueron también criticados, incomprendidos y perseguidos. Hoy también se da la misma reacción ante los que con su palabra y testimonio, movidos por un amor leal a los demás, levantan la voz para denunciar errores e injusticias, señalando el camino de la verdad y del bien. Una voz quizás molesta y discordante, pero que es necesario escuchar para no deshumanizarse.

Muchos son los que dicen que la fe es un asunto privado, que la presencia comprometida de los creyentes y de la Iglesia en la vida pública es algo totalmente ajeno a la acción evangelizadora de Jesús, misión exclusivamente religiosa, de orden sobrenatural, ajena a los problemas sociales, preocupándose solamente de la santificación personal.

Se ha puesto en marcha toda una campaña para quitar de delante todo símbolo religioso, desterrar toda norma que contradiga las propias apetencias, e intentar ofrecer una vida placentera de aparente felicidad. Cada uno obre según su parecer justificando lo que no siempre se puede justificar. Se busca también una legislación que legitime conductas no muy de acuerdo con un respeto al valor y a la dignidad de lo humano.

Ante esta situación el creyente, si quiere de verdad seguir a Jesús, debe buscar la solución integral del hombre. Llevar adelante esta tarea solo es posible con un claro y valiente testimonio: “Recibiréis una fuerza, el espíritu Santo… Para ser testigos míos… hasta los confines del mundo” (Act 1, 8). Ser testigo no consiste sólo en repetir el evangelio, recordar unas normas, animar a participar en unos ritos, sino, con la vida, hacer presente a Dios a los demás hombres descubriéndolo en el mundo, en el prójimo, en los acontecimientos, y en el interior de cada uno.

Como testigo de Jesús, el creyente no debe condenar, sino hacer que se cumpla hoy “esta Escritura” que anuncia la Buena Noticia a los pobres, la libertad a los cautivos y oprimidos. No es ir diciendo a los demás lo que tienen que hacer, sino hacer lo de Jesús, amar efectivamente que no es hablar sobre el amor, sino la Buena Noticia para un mundo desorientado, que se ahoga en el desamor, la insolidaridad y la indiferencia.