II Domingo de Cuaresma, Ciclo C.
San Lucas 9,28b-36:
“Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

Los tres evangelistas que narran la transfiguración dicen que Jesús, con tres de sus discípulos, subió a lo alto de una montaña. San Lucas da un detalle interesante: Jesús subió a orar, “y mientras oraba el aspecto de su rostro cambió”. Dios es quien obra el cambio, la transfiguración, la conversión.

Estamos en Cuaresma, y con todo interés y esperanza se nos invita a la conversión. Conversión que no es tanto fruto de un esfuerzo personal y abnegado, buscando un perfeccionismo moral, corrigiendo fallos e infidelidades, hasta pecados, tratando dominar los instintos y pasiones, cuanto dejar actuar a Dios en lo íntimo del corazón. Es El quien quiere y puede cambiar nuestra vida, que “con la muerte que Cristo sufrió en su cuerpo mortal Dios os ha reconciliado para haceros gente consagrada” (Col 1, 20). El mismo san Pablo nos dice: “Dejaos reconciliar con Dios” (2 Cor, 5, 20).

La apertura confiada a la acción de Dios es el secreto de la conversión. Para abrirse a Dios, la oración es el medio más eficaz y práctico: “mientras oraba el aspecto de su rostro cambió”. Medio que está al alcance de todos, siempre que queramos valernos de él, y lo utilicemos como un verdadero y filial encuentro con Dios, no como un mero recitar, de manera rutinaria, fórmulas conocidas y sabidas de memoria.

Orar no es hablar de Dios, sino hablar con Dios desde la confianza filial. Es escuchar a Dios, que habla en la intimidad y lo hace “como el susurro de una brisa suave” (1 Re 19,12). La oración no se puede quedar en el plano conceptual, que aumentaría nuestro saber de Dios, sino llegar a ser vivencia personal desde el encuentro con Dios y la escucha de su Palabra, que se ha hecho fuerte en su Hijo: “Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle”. Escucha que requiere silencio y atención, acogida y contemplación, como semilla buena, promesa de abundante fruto. Es experiencia de su amor que nos dignifica y nos trae la salvación; conciencia de nuestra identidad cristiana y condición filial.

Adentrarnos en la oración no es huida del mundo, de la realidad de cada día. Jesús, que se ha encontrado con el Padre, no se queda en la montaña, como sugiere Pedro: “qué hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas”. Jesús baja del monte con nueva energía para seguir la marcha hacia Jerusalén, la ciudad que mataba a los profetas. Anima también a los apóstoles a bajar de la montaña.

Necesitamos orar, ya sea en medio de los quehaceres de cada día, ya sea retirándonos a solas con Dios, siempre escuchando a Jesús. El contacto con Dios por la oración es responder a nuestra vocación cristiana realizándonos como seguidores de Jesús. No hay cristiano, no hay apóstol, no hay testigo sin oración personal y comunitaria para que Cristo “transforme nuestra humilde condición según el modelo de su condición gloriosa” (Fil 3, 21).

La transfiguración del Señor nos abre una doble perspectiva: la reconciliación que Dios quiere sea realidad en nosotros por su fuerza transformadora, y la de bajar de la montaña para ser portadores de la luz, que recibimos en el bautismo, en nuestro mundo.