IV Domingo de Cuaresma, Ciclo C. «Lætare»
San Lucas 15,1-3.11-32:
“Había que hacer fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo
se había muerto y ha vuelto a vivir”.

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

La postura puritana de los fariseos y letrados que criticaban a Jesús porque acogía a los de mal vivir, motiva las parábolas, tan conocidas, de la misericordia de Dios.

La figura central de estas parábolas no son la oveja descarriada, ni la moneda que se extravía, ni el hijo que se marcha de casa. Es el pastor que busca incansablemente la oveja, la mujer que lo remueve todo hasta encontrar la moneda, o el padre que sale corriendo a abrazar al hijo destrozado que, avergonzado, vuelve a casa. Es el Dios que nos revela Jesús, Padre bondadoso que desea un verdadero hogar, una familia, sin conseguirlo, porque unos hijos se marchan a vivir su aventura, y otros, los observantes, no quieren participar en la fiesta por el hermano que ha vuelto.

En el ambiente que nos movemos, las estadísticas nos dan un elevado número de creencia en Dios, pero ya no son tantos los que en la realidad mantienen una relación amorosa con El. Afirman que Dios existe, pero viven como si Dios no existiera. No conocen el calor, el estímulo y la confianza que genera una fe viva. Difícilmente se puede trasmitir una imagen atrayente de Dios. No basta con ser cumplidores, es necesario vivir abiertos a ese Dios amor que busca sin descanso, acoge con cariño, es feliz y hace fiesta porque lo que “se había perdido se ha encontrado”.

En el pensamiento de Jesús es la figura del hermano mayor la que debe interpelarnos, porque no hemos abandonado la casa del Padre, no hemos dilapidado la herencia, pero nos hemos acomodado a vivir un cristianismo de cumplimiento, de prácticas religiosas, y hasta de sacramentos puntuales en la vida siguiendo una tradición o costumbre. Como el hermano mayor, que no dejó la casa paterna, cumplidor llevando una minuciosa contabilidad de sus méritos, pero encerrado en sí mismo. Todo lo hace bien, sabe cumplir las órdenes del padre, pero no sabe amar, no comprende el amor del padre, no acoge al hermano, quedándose fuera del hogar sin participar en la fiesta.

Se puede vivir una vida rutinaria de prácticas y observancia religiosas, sin verdadera fe en Dios, ni experimentar su amor transformante, y sin amor fraternal. Dios es entonces una carga, no un Padre que ama siempre con los brazos y el corazón abiertos. 

Podemos adentrarnos en una vida de pecado, sentir la esclavitud del mal y el vacío de la vida. Desde esta situación es posible descubrir la necesidad de una vida rehecha, distinta, mejor orientada: “Me pondré en camino a donde está mi padre”. El padre sale corriendo al encuentro porque ansía abrazar a su hijo roto. El perdón de Dios no es olvido de nuestro pecado, sino “quitar el pecado”, hacerlo desaparecer porque es un perdón total y absoluto, gracia que renueva y nuevo comienzo de todo.

Frente a las condenas de los demás, al remordimiento y reproches de nosotros mismos, está Dios, Padre comprensivo y amoroso que es feliz con el retorno del hijo, porque su perdón no tiene límites. 

Acoger al perdón de Dios no es una reflexión intelectual, ni un sentimiento más o menos profundo. Es gustar, con sencillez, paz y autenticidad su misericordia, Interiorizar su bondad y experimentar su acción renovadora. Saborear perdón tan misericordioso, puede cambiar nuestro corazón para, como el Padre, acoger, fraternalmente, al hermano que vuelve arrepentido, y participar, todos juntos, en la fiesta del reencuentro