III Domingo de Pascua, Ciclo C.
San Juan 21, 1-19:
“Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?”

Autor: Padre Joaquín Obando Carvajal

 

 

Estamos en el tiempo de Pascua. La Cuaresma la hemos dejado atrás. Sin duda en esos cuarenta días nos hemos esforzado por renovar nuestra vida cristiana. Pero, ¿ya se terminó esa tarea? El tiempo pascual es, si cabe, más importante que los días penitenciales. Entonces hemos mirado mucho a nuestro interior a la luz del Evangelio y guiados por el Espíritu. Ahora, guiados por el mismo Espíritu y con el Evangelio en la mano, hemos de mirar a Jesús que vive y está con nosotros. El tiene que ser el centro de nuestra vida.

Las narraciones de apariciones del Resucitado coinciden en presentar a Jesús vivo y haciéndose cercano a los suyos. Es el centro a donde todos han de mirar y la fuerza de donde brota toda acción transformadora. Así lo entendió san Pablo: “Para mi vivir es Cristo” (Fil 1, 21); “Vivo… no yo, Cristo vive en mí” (Gal 2,20). Tarea del tiempo pascual es actualizar y potenciar la presencia de Cristo que vive, y que trae la paz, la alegría, el perdón y el impulso para la misión, aún en medio de dificultades: “nosotros no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído” (Act 4, 20), dirá Pedro ante el tribunal que le juzga.

En la aparición que contemplamos en este Domingo, Jesús se hace presente con distintos matices. Lo hace en la orilla del lago de Tiberíades mientras los siete discípulos faenaban sin obtener buen resultado. El Señor no sólo se hace presente en los lugares de culto, en un momento de oración. También en cualquier circunstancia de la vida y en medio de los afanes y fracasos. Hay que saberlo descubrir. El tiene una palabra de aliento, una sugerencia que puede dar sentido a nuestro quehacer.

Se hace presente en la comunidad. Desembarcan los discípulos y El los llama, los invita: “Vamos, almorzad”. Los reúne en torno a la comida que estrecha los lazos de la fraternidad. “Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado”. Repite el ritual de la multiplicación de los panes y los peces que, a su vez, es el mismo que el de la última Cena y el de Emaus. La presencia en la Comunidad se refuerza con la Eucaristía, en donde se da plenamente invitando a una unión vital con Él, y a una unión fraternal entre los que celebran.

Presencia en el encuentro personal y en la amistad. La triple pregunta a Pedro sobre si le amaba, subraya esta presencia que cambia y transforma llegando al compromiso y al envío de la misión: “lleva mis corderos a pastar… cuida de mis ovejas”.

El núcleo de la fe cristiana es esta relación de amor con Jesús como experiencia de enamoramiento. Cuando Jesús pregunta a Pedro si le ama, pregunta por un amor completo e incondicional, que excluya debilidades y proclame una adhesión entusiasta. Es la experiencia cumbre de la existencia humana. Nada hay más gozoso, que llene tanto el corazón, que libere con más fuerza de la soledad y del egoísmo, que ilumine y potencie con más plenitud la vida que este amor pleno, de enamorado. Es una atracción por la que Cristo llega a ser el centro de la vida.

Cuando el creyente ha sido alcanzado en su camino y seducido, decide seguir la senda del Evangelio. Escucha, acoge. Aún en medio de su debilidad y en su pecado, caminará por ese insaciable anhelo de su Señor: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero”, responde Pedro con humildad y sinceridad, pero cogido por su Señor como Jeremías: “Me has seducido., Señor” (Jer 20,7).

Dejarse iluminar y seducir por el Señor Resucitado, y estrechar con El los lazos de un verdadero amor, es buena tarea para el tiempo pascual. Para un enamorado no es ningún peso seguir a la persona amada, sintonizar con ella, corresponder a sus deseos. Tampoco es ninguna carga estar en silencio con él, acogerlo en oración, escuchar su voluntad, vivir de su Espíritu testimoniando su fuerza y acción salvadora.