II Domingo de Pascua, Ciclo A
Autor: Padre Jorge Humberto Peláez S.J.
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Lecturas:
o
Hechos de
los Apóstoles 2, 42-47
o
I Carta de
san Pedro 1, 3-9
o
Juan 20,
19-31
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Hoy
celebramos el II domingo de Pascua, en el cual veneramos de manera especial la
“Divina Misericordia”; se nos invita a reflexionar sobre el amor misericordioso
de Dios que perdona nuestros pecados y que nos invita a ser agentes del perdón y
la reconciliación.
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Los textos
litúrgicos de este II domingo de Pascua hacen referencia al amor misericordioso
de Dios:
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En el Salmo
117 exclamamos: “Diga la casa de Israel: su misericordia es eterna. Diga la casa
de Aarón: su misericordia es eterna. Digan los que temen al Señor: su
misericordia es eterna”.
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Igualmente,
el apóstol Pedro manifiesta en el texto de su I Carta que acabamos de escuchar:
“Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, por su gran misericordia,
porque al resucitar a Jesucristo de entre los muertos, nos concedió renacer a la
esperanza de una vida nueva”.
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En el
contexto de esta celebración en honor de la “Divina Misericordia”, el Papa Juan
Pablo II
ha sido proclamado “beato” de la Iglesia Católica;
brevemente, quisiera explicar cuál es el significado de esta proclamación y por
qué en esta fiesta.
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Cuando la
Iglesia proclama “beato” a uno de los fieles, está diciendo que esta persona
vivió de manera excepcional los valores del evangelio y que puede ser propuesto
a la comunidad como un ideal de vida.
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El
mundo fue testigo de la incansable
labor evangelizadora de Juan Pablo II,
que
lo llevó a proclamar la buena noticia de Jesús a todos los pueblos; su fe
profunda en Dios, su entrañable devoción
a la Virgen, su intensa oración y el compromiso
incondicional con su ministerio lo constituyen en modelo y fuente de inspiración
para todos los creyentes.
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No es una
casualidad que su beatificación se lleve a cabo en este II domingo de Pascua,
dedicado a venerar la “Divina Misericordia”. La espiritualidad de Juan Pablo II
estuvo hondamente marcada por esta devoción, que está muy arraigada en el pueblo
polaco:
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En 1980,
promulgó su primera Encíclica que lleva por nombre “Dives in misericordia”,
“Rico en misericordia”; en ella explica a los fieles lo que significa el amor
misericordioso de Dios y sus consecuencias para la vida cristiana.
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En el
año 2000, proclamó “santa” a una monja polaca, Faustina
Kowalska, que dedicó su vida a la propagación de
esta devoción y a quien Dios
concedió
eximios dones místicos.
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Juan Pablo
II extendió a la Iglesia universal esta devoción que ya estaba en el calendario
litúrgico de la Iglesia en Polonia. Como vemos, su espiritualidad llevó la
impronta de la divina misericordia; por eso la celebración litúrgica de este
domingo es el mejor contexto para su proclamación como “beato” de la Iglesia
Católica.
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Después de
estas consideraciones sobre las celebraciones de hoy, reflexionemos sobre la
resurrección de Jesús.
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El hecho
central de nuestra fe es la resurrección. Por eso el apóstol Pablo escribe en su
I Carta a los Corintios: “Si Cristo no resucitó, el mensaje que predicamos no
vale para nada, ni tampoco vale para nada la fe que ustedes tienen. Si esto
fuera así, nosotros resultaríamos ser testigos falsos de Dios”. Estas palabras
de san Pablo son contundentes: en la resurrección de Jesús está en juego nuestra
fe personal y la vida de la Iglesia.
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Si la
resurrección de Jesús no fuera una realidad viva y actuante en la historia, el
recuerdo del hombre Jesús, sus hermosas parábolas y sus intervenciones a favor
de los excluidos se irían desdibujando con el paso de los siglos.
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La
resurrección de Jesús no significó un regreso al mundo de los vivos; no retomó
una agenda que se vio interrumpida por los sangrientos episodios de su pasión y
crucifixión.
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La
resurrección de Jesús instaura una realidad nueva, que apenas puede ser
balbuceada con nuestras limitadas palabras humanas. Como lo expresa el Papa
Benedicto XVI en su libro
Jesús de Nazaret, “La
resurrección de Jesús ha consistido en un romper las cadenas para ir hacia un
tipo de vida totalmente nuevo, a una vida que ya no está sujeta a la ley del
devenir y de la muerte, sino que está más allá de eso; una vida que ha
inaugurado una nueva dimensión de ser hombre […] En la resurrección de Jesús se
ha alcanzado una nueva posibilidad de ser hombre, una posibilidad que interesa a
todos y que abre un futuro, un tipo nuevo de futuro para la humanidad”
(pág. 284).
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En el
evangelio que acabamos de escuchar, se narra el encuentro entre el escéptico
Tomás y Jesús; el diálogo es de un crudo realismo: “Aquí están mis manos; acerca
tu dedo. Trae aquí tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree”.
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Esta
escena plantea el complejo tema de la corporalidad de
Jesús:
o
En las
apariciones que narran los evangelistas, Jesús resucitado se muestra como un
hombre, pero no es un hombre que simplemente ha vuelto a ser como era antes de
la crucifixión. Jesús llega a través de las puertas cerradas, y de repente se
presenta en medio de ellos; y así como aparece, desaparece. Él es plenamente
corporal, pero no está regido por las leyes del espacio y el tiempo; se presenta
en un cuerpo pero es libre de las limitaciones y restricciones que el cuerpo nos
impone.
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En
palabras de Benedicto XVI, “podríamos considerar la resurrección algo así como
una especie de ‘salto cualitativo’ radical en que se entreabre una nueva
dimensión de la vida, del ser hombre. Más aún, la materia misma
es transformada en un nuevo género de realidad. El
hombre Jesús, con su mismo cuerpo, pertenece ahora totalmente a la esfera de lo
divino y eterno”.
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Es hora de
terminar nuestra meditación en este II domingo de Pascua, en el que veneramos la
misericordia de Dios que nos perdona y que nos exhorta al perdón y a la
reconciliación. Demos gracias a Dios por ese líder espiritual excepcional como
fue Juan Pablo II, a quien la Iglesia propone como modelo de vida cristiana. Y
demos gracias infinitas por esa dimensión insospechada de vida nueva que se nos
da en Cristo resucitado.