XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Conmemoración de los Fieles Difuntos (2 de noviembre)

Juan 11, 17-27: El camposanto

Autor: Padre José Manuel Otaolaurruchi, L.C. 

 

Este próximo domingo, fiesta de los fieles difuntos, los que aún conservamos la piadosa costumbre de visitar a los seres queridos que ya murieron, iremos al cementerio para orar, recordar y reflexionar. Unas flores sobre su lápida serán el signo de que aún viven y están presentes en nuestro corazón. Vagando por las avenidas del camposanto, ¿cómo no evocar los versos que Gerardo Diego escribió al Ciprés de Silos, árbol fúnebre por excelencia? “Enhiesto surtidor de sombra y sueño/ que acongojas el cielo con tu lanza.
Chorro que a las estrellas casi alcanza/ devanado a sí mismo en loco empeño.
Mástil de soledad, prodigio isleño/ flecha de fe, saeta de esperanza.
Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza/ peregrina al azar, mi alma sin dueño”.

La muerte nos separa físicamente, pero el amor y la fe en Cristo nos volverán a congregar en un solo cuerpo. No se trata de un adiós definitivo, sino de un hasta luego.

El camposanto guarda muy distintos sentimientos. La orfandad prematura hace recordar a los padres como si fueran ángeles del cielo. Así los suelen dibujan los niños, con alas y aureola. La esperanza de un eterno abrazo y un poder exclamar: -Mamá, ¡no te imaginas cuánto te quiero!- es lo que más escuece en el alma. 

La viudez no evoca celestes sentimientos, pero sí reconoce el profundo vacío que el compañero dejó en su vida. Juan Pablo II añadía a la emblemática frase nupcial: “Lo que Dios unión, que no lo separe el hombre”. Que no los separe tampoco la muerte”. El amor es más fuerte que la muerte y rompe las barreras del tiempo.

Pero de todas estas realidades, la más dolorosa debe ser la de una madre que ha perdido a su hijo. Es tan profunda la pena que no existen palabras para expresarlo. ¿Cómo se le llama a esto? Quien tiene fe puede aceptar con paz la partida anticipada de un hijo a la casa del Padre. Cuando el evangelio dice que la fe mueve montañas, no se trata de una exageración, porque impacta más la actitud resignada y serena de una madre que conduce en andas al hijo de sus entrañas a una cripta para darle cristiana sepultura, que el ver saltar una colina por los vientos. El que tiene fe hace suya la promesa del Señor: “Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo. Allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque al contemplarte como tú eres, Dios mío, seremos para siempre semejantes a ti”.