II Domingo de Adviento, Ciclo A
San Mateo 3, 1-12: En lo profundo de una cueva  

Autor: Padre José Manuel Otaolaurruchi, L.C.

 

 

Las cuevas juegan un papel importante en la historia de la salvación. En una cueva de Belén nació el Hijo de Dios porque no había lugar en el mesón para él. Las entrañas de la tierra son oscuras, frías y tenebrosas. Las grutas como los desiertos, producen la misma sensación de abandono, de quietud, como si de repente se perdiera la noción del tiempo. El profeta Elías se refugió en una cueva cuando la pérfida Jezabel lo buscaba para matarlo. Sumergido en su crisis existencial Dios le pregunta: ¿Qué haces aquí Elías? (I Rey 19,9)  Hay personas que han sufrido la terrible experiencia del secuestro, que es como ser sepultado en vida. De un momento a otro lo pierden todo: su libertad, su familia, sus bienes y sus proyectos porque quedan a expensas del secuestrador. En medio de la crisis surge la misma pregunta: ¿Qué haces aquí Elías?  Hace unos meses, 33 mineros chilenos quedaron atrapados a más de 700 metros de profundidad y también ellos se plantearon la pregunta sobre el sentido del ser y del vivir. ¿Qué haces aquí Elías? Su rescate significó un segundo nacimiento. Y el día de nuestra muerte, seremos conducidos a una fosa donde la madre tierra nos volverá a recibir y entonces escucharemos la voz de Dios preguntarnos: ¿Qué haces aquí Elías? 

El adviento es un período propicio para retirarnos voluntariamente, para encontrarnos con Dios y con nosotros mismos para responder la pregunta sobre el sentido de lo que hacemos, de nuestros afanes, sudores y cansancios. ¿Qué haces aquí Elías? Se trata de ir a lo esencial, a lo trascendente, a lo que no se corromperá con nuestro cuerpo. Se trata de entrar en la eternidad sin partir de este mundo.  

Quien abre las puertas de su corazón a Dios de inmediato se aleja del pecado. Se siente arrastrado a confesar  las culpas para experimentar la paz y la dulce presencia de Dios en su interior. La conversión en este caso significa alejamiento del mal. El arrepentimiento nace no del temor al castigo, sino del amor con que Dios colma mi vida. “Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí”. (Gal. 2,20) San Pablo nos muestra que no fue la experiencia de camino a Damasco lo que provocó su cambio de vida, sino el haber experimentado el infinito amor de Dios hacia su persona. Aquí radica el motivo profundo de su conversión. ¡Cuántas veces escuchamos decir a la gente que está tranquila porque no hace el mal a nadie! Se olvidan que al atardecer de la vida, nos examinarán del amor.   

Entrar en lo profundo de nuestro ser para encontrarnos cara a cara con Dios llevando una sonrisa de no haber vivido en balde.