En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "El que acepta mis
mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo
también lo amaré y me revelaré a él." Le dijo Judas, no el Iscariote:
"Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?"
Respondió Jesús y le dijo: "El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo
amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará
mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que
me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el
Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien
os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho."
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De su relación y la del Padre con la comunidad pasa Jesús a la
que establecen con cada miembro de ella. Su comunidad no es gregaria, ni su
Espíritu uniforma; cada uno es responsable de su modo de obrar.
El discípulo hace suyos los mandamientos de Jesús y los cumple. La actividad
en favor del hombre (mis mandamientos) es lo único que da realidad al amor a
Él (cf. 14,15) y, por tanto, el único criterio para verificar su existencia.
El amor a Jesús consiste, por tanto, en vivir sus mismos valores y
comportarse como Él. El amor verdadero no es solamente interior, sino
visible: un dinamismo de transformación y de acción.
La semejanza con Jesús, efecto de ese amor, provoca una respuesta de amor de
parte del Padre, que ve realizada en el hombre la imagen de su Hijo. La
respuesta de Jesús se traducirá en una manifestación personal suya. El Padre
y Jesús, que son uno, responden al unísono. El Padre considera hijo al que
ama como Jesús; Jesús lo ve como hermano. Jesús menciona solamente su propia
manifestación, porque Él seguirá siendo el santuario donde Dios habita
(2,21); en Él se revela el Padre (14,9).