Mateo 18, 21 - 19, 1

"Perdonar setenta veces siete"

Autor: Padre Juan José Palomino del Alamo

 

 

Nos hace ver el evangelio de hoy la actitud de Dios con el pecador. La pregunta de Pedro tiene 
como finalidad establecer cuáles son los límites del perdón ante la ofensa. Los rabinos de la época
determinaban que el perdón podia extenderse a tres o cuatro casos para las ofensas. Pedro, en
la pregunta, llega hasta siete. Jesús va más allá y lo hace llegar hasta setenta veces siete, 
es decir, siempre.


Recordemos los tres personajes de la parábola: un rey, un empleado y un compañwero de este
último Se está hablando (por medio de estos tres personajes) de Dios, un ofendido y su ofensor.
El ofendido es, a la vez, deudor, y su deuda es considerablemente más grande que lo que le adeuda
su compañero.


Punto de partida: Delante de Dios somos todos deudores insolventes. Nuestra deuda respecto 
a El es inconmensurable. Cuando el Rey exige el pago de la deuda, el empleado no puede saldarla 
y, ante la justa decisión del acreedor que manda que "lo vendan a él, con su mujer, hijos y 
posesiones", recurre a la súplica, que cambia la decisión real precedente: "Tuvo lástima de aquel 
empleado y lo dejó marchar perdonándole la deuda". (v.27)


Aquí está la fuente, origen del perdón. Más allá de nuestras categorías de justicia e injusticia, Dios
afirma la prioridad del perdón actuando así.


A esta generosidad sin límites corresponde en el plano humano la violencia frente a otro compañero,
que tiene una deuda ridícula para con el que ha sido perdonado por el Rey de una deuda millonaria. 
Este último emplea la misma arma, que utilizó su compañero delante del Rey. También él "se tira
a sus pies" y le pide: "Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo". Pero, a diferencia del Rey, 
arroja al compañero a la cárcel. 


Esta violencia produce en el resto de los compañeros una profunda tristeza. Y, ante la negativa de
concederle el perdón de la pequeñe deuda, sólo les cabe el recurso de decírselo al Rey. El Rey 
pronuncia la sentencia. En su fundamento se señala lo que era el deber de su servidor, que debía
haber obrado con la misma misericordia que él mismo recibió del Rey.


No ser capaz de perdonar significa no haber entrado en el ámbito de la comunión divina. No
conceder el perdón a otro es índice claro de que culpablemente se ha interrumpido la comunión con
Dios, que es fuente de todo perdón.