Mateo 23, 27-32 

Buena apariencia, triste realidad

Autor: Padre Juan José Palomino del Alamo

 

 

Terminan hoy los lamentos y maldiciones de Jesús contra los fariseos, trayendo a colación esa
memoria tramposa, pues levantan monumentos en favor de los profetas y lamentan su muerte, pero
siguen ellos cometiendo los mismos crímenes, que causaron su martirito (el de los profetas).
Convierten así a Dios en un producto nacional, perteneciente en exclusiva al mundo judío. Vemos 
cómo la justicia, puramente legalista, ha borrado del mapa a los profetas al pretender aquel pueblo 
judío ser, al mismo tiempo, fiel a Dios y asesino de los profetas.


¿Que cómo se conjuga esto? Así:
El pueblo judío, presionado y oprimido por fuerzas extranjeras, cierra filas en torno al Templo y a 
las prácticas rituales y a los fariseos, a los que consideran sus maestros. Este pueblo, lleno de
miedo, se vuelve conservador y busca seguridad en las Instituciones.


Sus jefes, los fariseos, defensores de la fe, no escuchan. Honran a los profetas del pasado y 
guardan los Libros Sagrados. Pero no reciben; antes al contrario, rechazan las críticas, que les 
dirige Dios, a través del profeta Jesús. No descubren, por su soberbia, esta nueva presencia de 
Dios en Jesús. Así llevan al pueblo a la ruina y no pueden encontrar ya a Dios ni en la ley ni en 
el Templo, porque no son capaces de abrirse a Jesús. 


Con todo esto, nos advierte a nosotros: Nos perderemos si, apegados a una cristiandad del 
pasado, nos negamos a construir una iglesia más pobre y servidora, que se preocupa más por 
su seguridad que por salvar al mundo. No temamos correr riesgos por proclamar el evangelio en 
el mundo actual saliendo de caminos marcados de siempre. Saldremos así de la mediocridad y 
de la esclavitud institucional


. Jesús no ofrece una reforma sino una alternativa. Hay que romper con un Dios de muertos y con 
una religión encubridora de injusticias. Prácticas, como los impuestos o los diezmos, resultan
irrelevantes ante las exigencias de la justicia y la misericordia. 
No rige ya la impureza externa pero sí la impureza del corazón.