Juan 16, 23b-28. 

"Dejo el mundo y me voy al Padre" 

Autor: Padre Juan José Palomino del Alamo

 

 

La muerte de Jesús nos interroga:
-"¿Por qué debe morir el más inocente de los hombres?" o
-"¿Por qué parece que la injusticia triunfa sobre la justicia?"
La respuesta no está en el mismo hecho de la muerte, sino en lo que la supera: la resurrección. 
Sólo la resurrección acalla nuestras preguntas, nuestras dudas, nuestros conflictos mentales.
Porque sólo la vida le da respuesta a la muerte.
Sólo la resurrección de Jesús lleva a los discípulos a creer plenamente en Jesús como Hijo del
Padre. Por eso era imposible que le pidieran algo al Padre en nombre de un Jesús aún no resucitado.
Así las palabras de Juan: "Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre", sólo se
entienden a partir de la resurrección de Jesús.
Uno pide cuando tiene confianza de recibir lo que pide. En el ámbito de la familia pedimos fácilmente:
los hijos piden a los padres y viceversa, los esposos se piden entre sí. Saben todos que el amor y el 
respeto, la confianza y la ternura, que reina entre ellos, les lleva a darse mutuamente. Es así, como
nos dice Jesús, que pidamos al Padre: como hijos confiados, conscientes de que hemos entrado a
formar parte de la misma familia de Dios, cuya dimensión terrena es la Iglesia, pero que tiene una
dimensión transcendente, la de la vida plena de Dios.
Pedir implica estar dispuesto a dar. Jesús pidió agua a la samaritana, pidió fe a sus oyentes, pidió 
a sus discípulos constancia y valor en la tribulación. Por eso, Dios, al conocer nuestras necesidades,
está dispuesto a darnos con generosidad.
Pero mal hariamos pidiendo a Dios en nombre de Jesús, si no estamos dispuetos a dar cuando nos
pidan, especialmente si los que nos piden son pobres y necesitados. Cuando recibimos lo que pedimos,
nos llenamos de alegría, pero cuando damos -nos dice Jesús- nuestra alegría será más grande
y la Escritura nos garantiza que "Dios ama al que da con alegría".