Mateo 17, 1-9 

“Se transfiguró: su rostro resplandecía como el sol.”

Autor: Padre Juan José Palomino del Alamo

 

 

Cuarenta años pasa el pueblo de Israel en su travesía por el desierto para llegar a la Tierra Prometida. Cuarenta días pasa Jesús en ese lugar inhóspito del desierto, como preparación en su tarea de anunciar el Reino de Dios, la Buena Noticia. Esta doble experiencia del pueblo de Israel y de Jesús marcan nuestra Cuaresma. Está Jesús muy cerca del momento crucial de su muerte, que no significa el final de su misión. Debe más bien ser leída a la luz de la resurrección. A ello nos invita el Evangelio de hoy, que nos describe el misterio de la Transfiguración. Sucedió así:

Escoge Jesús como testigos de su Transfiguración a los Apóstoles, que le acompañan en los momentos más importantes de su vida: en la curación de la hija de Jairo, en la oración de Getsemaní, en este misterio de la Tansfiguración, etc. Ellos son: Pedro, Santiago y Juan. Y en este misterio el Padre confirma a Jesús en su misión.

Los discípulos habían visto vivir a Jesús con normalidad, como lo haría cualquier persona: día a día, momento a momento. Hoy, en la montaña, Pedro, Santiago y Juan lo ven distinto, con todo su esplendor y lleno de gloria. Jesús, proclamado Hijo de Dios por el mismo Padre, es el punto de encuentro entre revelación y fe. Es la nueva fe, que el Padre promulga a través de El.

Moisés y Elías (la Ley y los Profetas) aparecen en la montaña junto a Jesús transfigurado. Han venido a El. Hablan con El. Sobre todo, Le escuchan. Pedro quiere quedarse en la gloria del monte (aunque los tres “se queden sin tienda”). Temen emprender el camino de Jerusalén, que será muy distinto y diferente.

La manifestación de Dios en Jesús, la Transfiguración (teofanía), afecta a la vista (nube, rostro, vestidos) y al oído (la voz del Padre). Son signos de la presencia divina. El Padre proclama a Jesús Siervo de Yahvé, Mesías, Hijo suyo.

Pareciera que la soledad de las alturas dispone al hombre a comunicarse con Dios: Moisés, en el monte Sinai, Elías en el monte Carmelo, junto a los falsos profetas. Y hoy Jesús en el monte Tabor con ellos.

Necesitamos pequeñas transfiguraciones, entrever la presencia de Dios en momentos de quietud, pues las prisas y los agobios nos lo ocultan. Necesitamos una razón para vivir, “un por qué”. Víctor Frank, judío, describe su experiencia en el campo de concentración: “Una persona –dice- puede aguantar cualquier cosa mientras tenga un por qué.” ¿Lo tenemos nosotros?

La Cuaresma -como anticipación de la Pascua- debe fortalecernos en la fe haciéndonos participar en el misterio de la Cruz, mientras esperamos la manifestación pascual definitiva. La gloria se transfigura en nosotros, cuando nos vemos envueltos en situaciones donde están en juego vida y muerte y no cuando tratamos de alejarnos de esa situación. Tenemos que hacerlas frente. Como hizo Jesús. 

En el misterio de la Transfiguración rezamos:

“Que todos puedan en la misma nube / que a ti te envuelve, / despojarse del mal y revestirse
de su figura vieja y en ti transfigurada. / Y a mi, con todos ellos, transfigúrame.

Transfigúranos, Señor. Transfigúranos. Amén.”