Juan 4, 5-42 

“Un surtidor de agua, que salta hasta la vida eterna”

Autor: Padre Juan José Palomino del Alamo

 

 

El Evangelio de este Domingo III de Cuaresma, tomado de San Juan, es un texto conocido por tod@s. Podemos imaginarnos la escena casi idílica de Jesús con la samaritana. Fue así:

A la vera de un pozo a las afueras de una aldea de Samaría, un hombre judío descansa y espera a sus amigos, que se han acercado a la aldea para buscar alimentos. De pronto se presenta una mujer samaritana, orgullosa de su raza, del lugar de culto de su pueblo en la cumbre del monte Garizim, tal vez también orgullosa de su vida conyugal y afectiva: ha tenido siete maridos y ahora vive libremente con otro, el octavo.

Al negarse esta mujer samaritana a ofrecer de beber al viajero judío, éste, Jesús, le ofrece un agua, que quita la sed para siempre: es el agua del Espíritu divino como un don, un regalo. Y le anuncia también que ya viene el tiempo en que Dios no será adorado aquí o allí, por un pueblo u otro, sino que será adorado en el corazón de cada ser humano reconciliado con todos los demás, abolidas las fronteras raciales y sociales, abolidos también los prejuicios religiosos y sexuales. La mujer samaritana termina deponiendo su orgullo y reconociendo en el extraño personaje a un profeta, al Mesías esperado que le está iluminando su existencia.

Así, la samaritana se convierte en misionera. Va a contar a sus paisanos todo lo que Jesús le ha dicho y provoca una pequeña revolución en la aldea: el odiado judío es invitado a quedarse unos días entre ellos y termina siendo reconocido por los samaritanos como el Salvador del mundo.

Podríamos decir que ésta es la “historia de un alma”, la historia de cada uno de nosotros, los cristianos. Cuando nos hemos abierto a la fe en Jesucristo, nos hemos hecho consciente y activamente sus discípulos, y hemos recibido el don de Dios, de Cristo, el Espíritu Santo. Si permanecemos, por el contrario, al margen de nuestra fe, sin querer comprometernos del todo, escudados en nuestros prejuicios sociales, nuestros intereses personales, somos como la samaritana –al inicio de su encuentro con Jesús-, que se negaba a dar a Jesús unos sorbos de agua. Todo esto, pobre, sin saber, sin descubrir que se estaba perdiendo la fuente, el surtidor de agua viva, que salta hasta la vida eterna.

Preparándonos esta Cuaresma para la celebración de la Pascua de la muerte y resurrección de Jesucristo, el Señor, deberíamos renovar el don de nuestro bautismo asumiendo activa y conscientemente nuestro compromiso de cristianos con Jesús, con nuestros hermanos y con el mundo entero al que debemos testimoniar nuestra fe “con pasión y entusiasmo”. Y nos convenceremos entonces –como diría Pablo- que “la esperanza no ha sido defraudada porque Dios ha derramado el Espíritu en nuestros corazones.”