IV Domingo de Pascua, Ciclo C.
San Juan 10, 27-30:
Cristo nos guía.

Autor: SS. Juan Pablo II

Fuente: almudi.org (con permiso)  suscribirse 

 

(Hch 13,14.43-52) "Los discípulos quedaron llenos de alegría y de Espíritu Santo"
(Ap 7,9.14b-17) "Dios enjugará las lágrimas de sus ojos"
(Jn 10,27-30) "Yo y el Padre somos uno"

Homilía en la parroquia de Santa María “in Trastevere” (27-IV-1980)

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- Alegría pascual
--- Redención
--- Cristo, Buen Pastor

--- Alegría pascual

La liturgia de este domingo está llena de alegría pascual, cuya fuente es la resurrección de Cristo. Todos nosotros nos alegramos de ser “su pueblo y ovejas de su rebaño”. Nos alegramos y proclamamos “las grandezas de Dios” (Hch 2,11).

“Sabed que el Señor es Dios, que Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño” (Sal 99(100),3).

Toda la Iglesia se alegra hoy porque Cristo resucitado es su Pastor: el Buen Pastor. De esta alegría participa cada una de las partes de este gran rebaño del Resucitado, cada una de las falanges del pueblo de Dios, en toda la tierra.

“Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos..., porque el Señor es bueno..., su fidelidad por todas las edades” (Sal 99(100),4s).

Nosotros somos suyos.

La Iglesia, varias veces, propone a los ojos de nuestra alma la verdad sobre el Buen Pastor. También hoy escuchamos las palabras que Cristo dijo de Sí mismo: “Yo soy el Buen Pastor..., conozco mis ovejas y ellas me conocen” (Canto antes del Evangelio).

Cristo crucificado y resucitado ha conocido, de modo particular, a cada uno de nosotros y conoce a cada uno. No se trata sólo de un conocimiento “exterior”, aunque sea muy esmerado, que permita describir e identificar un objeto determinado.

Cristo, Buen Pastor, nos conoce a cada uno de nosotros de manera distinta. En el Evangelio de hoy dice, a tal propósito, estas palabras insólitas: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas mi siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno” (Jn 10,27-30).

--- Redención

Miremos hacia el Calvario donde fue alzada la cruz. En esta cruz murió Cristo, y después fue colocado en el sepulcro. Iremos hacia la cruz, en la que se ha realizado el misterio del divino “legado” y de la divina “heredad”. Dios, que había creado al hombre, restituyó a ese hombre, después de su pecado -a cada hombre y a todos los hombres-, de modo particular, a su Hijo. Cuando el Hijo subió a la cruz, cuando en ella ofreció su sacrificio, aceptó simultáneamente al hombre confiándole a Dios, Creador y Padre. Aceptó y abrazó, con su sacrificio y con su amor al hombre: a cada uno de los hombres y a todos los hombres. En la unidad de la Divinidad, en la unión con su Padre, este Hijo se hizo Él mismo hombre, y de aquí que ahora en la cruz, se hace “nuestra Pascua” (1 Cor 5,7), nos ha devuelto al Padre como a Aquel que nos creó a su imagen y semejanza de este propio Hijo eterno, nos ha predestinado “a la adopción de hijos suyos por Jesucristo” (Ef 1,5).

Y para esta adopción mediante la gracia, para esta heredad de la vida divina, para esta prenda de la vida eterna, luchó hasta el fin Cristo, “nuestra Pascua”, en el misterio de su pasión, de su sacrificio y de su muerte. La resurrección se ha convertido en la confirmación de su victoria: victoria del amor del Buen Pastor que dice: “ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano”.

Nosotros somos suyos.

La Iglesia quiere que miremos durante todo este tiempo pascual, hacia la cruz y la resurrección, y que midamos nuestra vida humana con el metro de ese misterio, que se realizó en la cruz y en la resurrección.

Cristo es el Buen Pastor porque conoce al hombre: a cada uno y a todos. Lo conoce con este conocimiento único pascual. Nos conoce porque nos ha redimido. Nos conoce porque ha pagado por nosotros: hemos sido rescatados a gran precio.

Nos conoce con el conocimiento y con la ciencia más interior, con el mismo conocimiento con que Él, Hijo, conoce y abraza al Padre y, en el Padre, abraza la verdad infinita y el amor. Y, mediante la participación en esta verdad y este amor, Él hace nuevamente de nosotros, en Sí mismo, los hijos de su eterno Padre; obtiene, de una vez para siempre, la salvación del hombre: de cada uno de los hombres y de todos, de aquellos que nadie arrebatará de su mano... En efecto, ¿quién podría arrebatarlos?

¿Quién puede aniquilar la obra de Dios mismo, que ha realizado el Hijo en unión con el Padre? ¿Quién puede cambiar el hecho de que estemos redimidos?, ¿un hecho tan potente y tan fundamental como la misma creación?

--- Cristo, Buen Pastor

A pesar de toda la inestabilidad del destino humano y de la debilidad de la voluntad y del corazón humano, la Iglesia nos manda hoy mirar a la potencia, a la fuerza irreversible de la redención, que vive en el corazón y en las manos y en los pies del Buen Pastor.

De Aquel que nos conoce...

Hemos sido hechos de nuevo la propiedad del Padre por obra de este amor, que no retrocedió ante la ignominia de la cruz, para poder asegurar a todos los hombres: “Nadie os arrebatará de mi mano” (cfr. Jn 10,28).

La Iglesia nos anuncia hoy la certeza pascual de la redención. La certeza de la salvación.

Y cada uno de los cristianos está llamado a la participación de esta certeza: ¡Realmente ha sido comprado a gran precio! ¡Realmente ha sido abrazado por el Amor, que es más fuerte que la muerte, y más fuerte que el pecado! Conozco a mi Redentor. Conozco al Buen Pastor de mi destino y de mi peregrinación.

Con esta certeza de fe, certeza de la redención revelada en la resurrección de Cristo, partieron los Apóstoles, como lo testifican, por lo demás, en la primera lectura de hoy, tomada de los Hechos de los Apóstoles, Pablo y Bernabé por los caminos de su primer viaje a Asia Menor. Se dirigen a los que profesan la Antigua Alianza, y cuando no son aceptados, se dirigen a los paganos, se dirigen a los hombres nuevos y a los pueblos nuevos.

En medio de estas experiencias y de estas fatigas comienza a fructificar el Evangelio. Comienza a crecer el Pueblo de Dios de la Nueva Alianza.

¿Cuántos hombres han respondido con gozo al mensaje pascual? ¿A cuántos hombres y pueblos ha llegado y llega siempre el Buen Pastor?

En el Apocalipsis se narra la visión de Juan:

“Yo Juan vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con fuerte voz: ‘La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero’. Y todos los Ángeles que estaban en pie alrededor del trono de los Ancianos y de los cuatro Vivientes, se postraron delante del trono, rostro en tierra, y adoraron a Dios diciendo: ‘Amén. Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén’. Uno de los Ancianos tomó la palabra y me dijo: ‘Esos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido?’ Yo le respondí: ‘Señor mío, tú lo sabrás’. Me respondió: ‘Esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero’”.

Confesamos la resurrección de Cristo, renovamos la certeza pascual de la redención, renovamos la alegría pascual, que brota del hecho de que nosotros somos “su Pueblo y ovejas de su rebaño” (Sal 99(100),3).